La locura de mis mariposas VI
Mientras caminaba por el pasillo en busca del bienestar de la cama, iba apagando a mi paso las luces de las estancias.
Crucé frente a la jaula y me paré unos minutos a contemplar las aves de su interior.
El nuevo macho, de color amarillo, posado en un travesaño. Se ordenaba con tranquilidad las plumas. En cambio la hembra, como siempre, era un hervidero frenético de actividad y energía. Saltaba sin cesar de un lado a otro, alborotando con las alas,parloteaba sin parar con su acostumbrado gracejo pajaril y de repente, durante unos instantes, su cuerpo menudo se quedó quieto, ladeó la cabeza y me observó con sus diminutos y avispados ojos bordeados por un fino círculo blanco. De manera inconsciente me pregunté si los pájaros serían felices, si estarían satisfechos con su vida condenada al encierro permanente por voluntad y decisión de un tercero.
La respuesta automática que acudió a mi mente fue no, lo sabía porque tiempo atrás yo estuve en una cárcel sin rejas durante veintisiete años, cumpliendo la condena de un delito no cometido. Se cuentan muchos meses en veintisiete años, muchos días, muchas horas. Se dispone de mucho tiempo para llorar y arrepentirse de las malas decisiones ocultas tras un enamoramiento nocivo. Se recuerdan muchos momentos sintiéndose atrapada, sin posibilidad de marcha atrás, respirando las órdenes de otros, viviendo la vida de otros, los caprichos, los sueños de otros, pagando con tu sudor los préstamos de otros.
A punto estuve de abrir la jaula de los agapornis y concederles la libertad. Tan solo la sospecha de que serían incapaces, tras una vida de cautiverio, de buscar alimento, me hizo desistir de aquella idea. Tal vez, solamente digo tal vez, aquellos seres se vieran incapaces, después de tantos años, de gestionar otra vida distinta, igual que a mí un día me superó la sensación de libertad. Esa libertad para decidir, para pensar, para escoger, para expresarme sin miedo aun a sabiendas de que puedes equivocarte. Pero llegado el caso de equivocarse, volver a levantarse y continuar andando. Por desgracia todo en esta vida tiene un precio. El ser dueño absoluto de tu cuerpo, tu destino y tus más íntimos deseos, se paga con una soledad aplastante, que a menudo da miedo y frena al individuo.
Aceptaba sin condiciones la posibilidad de que esa idea acabará en un debate, más o menos apasionado, en cualquier reunión social. No me importaba en absoluto. Uno de mis mayores placeres consistía en sentarme entre individuos, abanderados de ideas desiguales alrededor de una mesa, litros de café, la ausencia total del incómodo tiempo, abundancia de respeto, empatía y humildad.
En modo alguno es constructivo rodearse de personas sin opinión propia que te sigan la corriente por vagancia o por desinterés. Es mucho más productivo, ameno y divertido participar de una buena discusión – siempre que esta no lleve al insulto fácil–,conseguir una conversación serena y, en tal caso, entrar en un bucle de opiniones sobre la conveniencia de vivir en pareja, los diferentes tipos de amor y otras cuestiones mundanas.
En cuanto tuve un ratito retomé la idea de hacer una escapada de fin de semana. Tenía una tarjeta de banco recargable, de las que no están vinculadas a ninguna cuenta de ahorro, y con la seguridad de que de esta manera ningún espabilado podría saquear mis paupérrimas finanzas, puse todo mi interés en comprar los billetes de tren a través de Internet. Consciente del avance imparable de la sociedad, intentaba con esfuerzo adaptarme todo lo posible, rechazando la idea de ser una losa, un ser inservible anclado en la era precámbrica.
Con ese pensamiento y la página web de la principal empresa de ferrocarril desplegada frente a mí, comencé a teclear datos sobre las teclas usando con maestría y desparpajo el dedo índice de cada mano, rellenando en orden, una a una, las casillas; Lugar de procedencia, de destino, de horario de salida y vuelta, etcétera. Segundos después, recibí un mensaje en el teléfono móvil con un número de confirmación. Indudablemente la cosa pintaba bien. Yo apenas podía contener mi alegría.
Estaba claro que con unos siglos más de práctica, mi nombre iba a figurar en alguna lista de hackers famosos.
Con la tranquilidad de que ya todo estaba resuelto y pagado, tan solo faltaba imprimir los billetes. Entonces descubrí un pequeño detalle; no tenía asignado ningún número de asiento. Estaba planeando un viaje de larga distancia y….¿ no tenía asiento?. Entonces, dónde demonios me iba a sentar,¿ en el suelo?. Tal vez la mejor opción fuera salir corriendo tras el tren.
El calor sofocante que me asaltó, desde la planta de los pies a la cabeza, no tenía descripción posible. Tan solo se podía comparar a los sofocos de la menopausia. De los más de siete mil quinientos treinta millones de almas censadas en la Tierra, necesitaba creer que en algún lugar del planeta existía una– aunque solamente fuera una –,más torpe que yo. Aquella situación era tan absurda que parecía un chiste.
Sin pérdida de tiempo, me dediqué a llamar con insistencia por teléfono– y gasté una pequeña fortuna –, hasta que di con Mario, el chico resultó ser un teleoperador fantástico que estaba de turno en la centralita y me ayudó, con infinita paciencia, a resolver todas mis dudas. Por último, mientras volvía la tranquilidad a mi espíritu, me propuse quedarme de nuevo con la parte positiva de la experiencia: había sido capaz, salvando algunos contratiempos que no iba a compartir con nadie, de solucionarme la vida yo sola, me costará más o menos, aunque la idea final, era que el secreto de aquel mal rato viniera conmigo a la tumba.
Llegado el día del viaje estaba emocionada y feliz por dejar atrás la monotonía. Mi destino no incluía grandes hoteles de lujo ni experiencias inigualables, pero sí descanso, ilusión, alegría, paisajes diferentes etc
La maleta me acompañaba bien cerrada.Las tarjetas de crédito, los documentos de identidad y casi la totalidad del dinero, todo eso lo guardé en una bolsita de tela que llevaba atada al tirante del sujetador, como me enseñó mi madre en su momento. Las llaves en el bolsillo del pantalón. Por precaución guardé en el bolsillo de la chaqueta, a mano, el teléfono móvil y diez euros por si durante la espera me apetecía tomar algo.
Con todo controlado y tiempo de sobra me senté en la estación frente a las pantallas de horarios y salidas. Llevaba conmigo una novela romántica para aliviar la espera. Antes de salir de casa me tomé la molestia de forrarla cuidadosamente con papel de periódico, de esa manera podría parecer una intelectual avida de conocimientos, cuando en realidad estaba inmersa en los besuqueos y situaciones empalagosas de los protagonistas de una historia de ensueño.
No habían pasado ni diez minutos desde que había cruzado las piernas con elegancia y comenzado la lectura, cuando se acercó por mi derecha un señor de unos sesenta y cinco años, más o menos.
– Señora, ¿ me da un euro para un café?
Tal vez por lo inesperado, tal vez por el salto brusco de los hechos del libro la realidad, mi respuesta fue inmediata:
–Lo siento, no llevo dinero.
El hombre no iba mal vestido ni sucio, simplemente arrastraba una especie de sombra de tristeza y resignación.
Al perderse caminando entre la gente, en un santiamén me sentí mezquina y despreciable. Tal vez fuera cierto que, sin caer en la miseria absoluta, estuviera necesitado de ayuda.
Con rapidez pasmosa extensa imaginación me puso en el peor de los escenarios, viéndome a mí misma, unos años después, sin trabajo, sin apenas recursos, sin familia… En fin, que a punto estuve de abofetearme allí mismo.
Aunque yo considero que la responsabilidad sobre el bienestar de los ciudadanos en general debería recaer en los políticos, y en nadie más, a la espera de semejante milagro,no quedaba de otra que ayudarnos unos a otros en la medida de nuestras posibilidades.
Incapaz de esquivar el remordimiento y sin poder evitar el malestar que me produjo aquel encuentro, descruce las piernas, se me cayó la novela al suelo,noté que me molestaba el peso de la chaqueta, sentía un hormigueo por la piel como si cientos de piojos recorrieran mi cuerpo, lamentaba poder viajar mientras otros pasaban penas… Un auténtico desatino.
En el intento de disminuir la angustia del momento, la maleta y yo fuimos en busca de un café. Al contrario de lo que afirman otras personas, esa bebida siempre ha tenido sobre mí la cualidad de reconfortarme y calmarme, confirmando la idea de que soy una mujer rara con avaricia. Y es que cuando todo el mundo circulaba por la derecha, yo lo hacía por la izquierda; todos hacia arriba, y yo hacía abajo…… y así de esa manera tan singular iba dándome cabezazos contra las paredes de la vida .
En la cafetería de la estación ya no cobraban las empleadas, supuestamente el jefe confiaba más en la ética de una máquina que en la humana. Delante de la vitrina,repleta de bocadillos de diferentes tamaños, bollería dulce y salada, refrescos…., es decir, todo lo que se pudiera desear, un mecanismo súper moderno con unas ranura para introducir billetes– o monedas –.expedía un ticket. A la entrega de este comprobante de pago, las chicas servían el pedido. A mí se me abrió el apetito, era inútil resistir la tentación de comer algo.
Después de observar cómo funcionaba el aparato, metí la mano en el bolsillo para sacar el billete de diez euros.
Tuve que salirme de la cola de clientes, busqué en el bolsillo derecho, en el izquierdo, en los del pantalón, en el pequeño bolso que colgaba en mi hombro. Ni rastro, era sorprendente.
Respiré, conté hasta tres y comencé de nuevo la búsqueda. Estaba segura de haber dejado el billete para gastos menores a mano. Desde mi llegada a la estación no había comprado nada – y si lo hubiese hecho resultaba poco probable olvidar el cambio tan pronto – tampoco consideraba una caída accidental del dinero mientras lo guardaba. En el banco que ocupe en mi momento de lectura solamente estuve yo y nadie había« tropezado casualmente» conmigo, estaba bien segura.
Sólo me quedaba un candidato a la autoría del hurto.
Como una llamarada de luz ,en mi cerebro se abrió camino la imagen lastimera del hombre pedigüeño, al que pasé de definir, en cuestión de segundos, de« señor mayor» a«puto viejo de los cojones »deseando con malicia que lo partiera un rayo. Pillé una rabieta considerable que no me sirvió para nada, salvo para que mis mejillas se tiñeran de un rojo intenso.
La voz de megafonía anunciando la salida inmediata de mi tren me obligó a ponerlo en marcha con paso decidido. Por el rabillo del ojo llevé a ver dos policías escoltando a un hombre entre ellos y casi podía jurar que se trataba del viejo granuja. Anhelaba con todas mis fuerzas estar en lo cierto.
Ya sentada en el vagón, me sumergí de nuevo en la lectura, mucho más tranquila y conformada me dejé arrastrar por el idilio de los protagonistas, devorando las páginas con interés.
Mientras los vagones tomaban velocidad, el paisaje al otro lado del cristal fue convirtiéndose en una cortina de tonos grises.
La llegada al hostal fue un alivio, además de una grata sorpresa. Era un edificio de tres plantas. Frente a la puerta se encontraba un mostrador de madera con bastantes años pero cuidado con esmero,daba la bienvenida al recién llegado. A la derecha una escalera ancha delimitada por una con una barandilla de hierro,acertadamente rematada con un pasamanos del mismo material y color que el mostrador ultimaba el conjunto.
En un reducido espacio junto a la escalera, instalado sin duda mucho tiempo después que ella, se encontraba el ascensor. El suelo,de baldosas blancas y verdes, ni tan siquiera tenía una sola mancha. A falta de adornos caros, las paredes estaban atiborradas de fotos, con caras de clientes sonrientes a modo de testimonio de su paso por el lugar, al que sin duda iban a volver año tras año, añadiendo miembros de su familia la experiencia. Las plantas del patio interior estaban dispersas dispuestas siguiendo un acertado diseño, los sillones de mimbre parecían cómodos. Invitaban al descanso.
Con la saludable y optimista intención de callejear por el pueblo en la mañana, cené y me acosté temprano. No puedo decir que extrañar a mi colchón. Eso sería una mentira infame, puesto que a media noche me desperté sobresaltada por el sonido de mis propios ronquidos. Afuera en el pasillo se escuchaban risitas y pasos de jóvenes, sin embargo el alboroto no pudo impedir que volviera a traer a caer en los agradables brazos de Morfeo, aunque mi último pensamiento se vio ocupado por el tunante ladino que me limpio los diez euros.