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Por Carmen Soriano
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La locura de mis mariposas V

    Desayunar, eso era lo que tenía que hacer. Tenía previsto, hasta la hora del trabajo, salir a hacer algunas compras y visitar a Rosabel, una amiga de la infancia, para que pudiera contarme con todo lujo de detalles lo guapísimo y bien hecho que estaba su nieto. De todo el grupo de amigas, ella había sido la más alocada, la más rebelde, escandalosa, jaranera…¡ y la primera en convertirse en abuela!.

    Por cierto, una abuela, esposa y madre consentidora, dulce y afectuosa hasta rozar el empacho. ¿ Quién se lo iba a decir en su época destroyer?

    Después de la visita y una más que dilatada conversación con varios con varios cafés de por medio, me di una vuelta por el bazar de los chinos, no sin antes jurarme a mi misma, hasta en tres veces,no comprar productos de decoración ni artículos de cocina innecesarios. Casi lo consigo. Al final me llevé un sobre con un kit de mariposas para manualidades. Siendo objetiva,tuve que reconocer que mi casa era el universo de aquellos bichos. No sé cómo acabaron pegados en todos lados: sobre la pantalla de una lámpara de pie; en la pared alrededor de las fotos de mis hijas y de mí misma; otras pequeñas,de madera, colgaban con un cordel del cuello de unos jarrones de cristal…; también las había adheridas con minúsculos imanes al metal de un farol, al lado de una silla bajita que sostenía un helecho de frondosas ramas,en el interior de una cesta de mimbre… No tenía remedio. Había escuchado la leyenda de las mujeres que adoraban a los gatos «las locas de los gatos» mientras que yo parecía estar aquejada por «la locura de mis mariposas».

    Me tomé un tiempo para reflexionar el porqué de mi fijación con aquellos insectos. Al fin llegué a la conclusión de que me atraían porque en apariencia eran delicados y frágiles,pero en realidad aquellos bichos que lucían hermosos por el colorido de sus alas, volaban libremente sin rendir cuentas a nadie y eran capaces de dirigir su destino, encontraban alimento por ellos mismos y cobijo cuando lo necesitaban. Con certeza aquellos insectos de boca chupadora, representaban un testimonio de belleza a la vez que de fuerza, determinación y astucia para sobrevivir en un mundo hostil.

    La mañana pasó con rapidez y comencé a prepararme para ir al trabajo, poniendo especial atención,por primera vez, en arreglarme la cara. Fui siguiendo con esmero los pasos de aquel ritual recién descubierto, primero apliqué base de maquillaje, corrector de ojeras, polvos compactos para evitar brillos indeseados, un toque de colorete y…. la estrella del momento; el famoso pintalabios.

    Puse un especial empeño en no salirme del dibujo natural de los labios,con paciencia y delicadeza, acabé por dibujar la forma de un corazón en la parte superior.

    Tal vez insistí demasiado en repasar una y otra vez en el mismo lugar, quizá no fuera necesario aplicar tanta cantidad, pero daba lo mismo, la próxima vez lo haría mejor.

    – Espero que el producto no sea tóxico, porque me estoy poniendo un kilo de mejunje– le dije en voz alta al reflejo de mi persona en el espejo.

    Una vez acabado el proceso de embellecimiento me vi sorprendida por el resultado. Me sentía mucho más atractiva y animada, el aspecto uniforme ligeramente sonrosado que ofrecía mi piel a la altura de las mejillas, nada tenía que ver con el de hacía unos minutos atrás. Animada positiva y resuelta como nunca lo esruve en mucho tiempo, llegué casi trotando hasta mi lugar de trabajo. Tan distinta era mi actitud, que incluso los viandantes con los que me crucé durante el trayecto me miraban con interés. Entonces comprendí el poder real que supone la imagen.

    Dispuesta a comenzar la tarea, ya situada detrás de la caja del supermercado, ante mi como cada día fueron desfilando todo tipo de personas, niños obstinados que compraban dulces por capricho y que no se comían ya que únicamente ansiaban el regalo que traían dentro del envoltorio; mujeres que arrastraban carros repletos de productos y que a la hora de pagar rechazaban la mitad de ellos porque no llevaban suficiente dinero; chicos que en el albor de la adolescencia, que haciendo alarde de una inteligencia que no aplicaban en las aulas, intentaban mil argucias para comprar licor sin repasar en que casi los vi nacer, que conocía a su madre desde mucho antes de que les concibiera, que les que les cobre en su dia golosinas, que alguna vez les limpie las narices y por lo tanto la que tenían enfrente no tenía intención alguna de suministrarles «alpiste» matrimonios que no llegaban a un acuerdo sobre si querían bolsas de plástico o no; algunos llegaban a verbalizar su discrepancia, otros se lanzaban miradas asesinas confiando en la discreción de una servidora. Todos ellos conocidos, asiduos, siempre los mismos…. hasta que llegó él, un hombre de edad similar a la mía, forastero – sin duda alguna–, tal vez tal vez visitante ocasional del pueblo. Vestía pantalón vaquero, camisa estampada con pequeños motivos marineros de vivos colores planchada con pulcritud, cabello blanco en su totalidad, sin ningún mechón que ensuciara la uniformidad del color, con un corte juvenil y un bigote cuidado.

    Aquella persona era dueño de una sonrisa jovial, una mirada vivaz y despierta que no apartaba de mis labios.«¡ Por Dios!», pensé para mi varias veces. Me sentí inquieta, nerviosa, halagada y en extremo femenina .

    El hombre sonreía con contagiosa alegría,sin apartar su mirada de mí. La falta de costumbre de recibir tanto interés masculino, a punto estuvo de empujarme a un tartamudeo descontrolado. Al final yo acabé por sonreír también.

    Clara llegó hasta la línea de cajas como siempre lo hacía, cargando la compra en los brazos, amontonaba en ellos sin ningún orden. Llevaba a duras penas dos bolsas de plátanos y un tarro de garbanzos, que a punto estuvo de acabar en el suelo.

    En cuanto los descargó sobre la cinta, se dio el lujo de repasar de arriba abajo, con atrevimiento al desconocido, y acto seguido, comenzó a gesticular con disimulo señalando la boca sin descanso. Quiero a esa mujer, la quiero mucho, es mi mejor amiga, pero en aquel momento con gusto la hubiese fulminado haciéndola desaparecer de escena. En cuanto nos quedamos solas, estallé:

    –¿ A ti qué te pasa? – dije un poco molesta.

    – Deberías mirarte al espejo, « Miss risitas». – Salió de la tienda sin aclarar nada más, alegando tener prisa en su huida, cuando en realidad noté que lo hizo porque le disgustó el tono de mi voz.

    Clara estaba estudiando inglés y por eso quise pensar que la expresión que incluyó en su frase era, de alguna manera, indicación de que tenía buena memoria o interés por aprender. Pero recordé que,aunque ella siempre ha sido una persona alegre aliada de las bromas, al decirme aquella frase parecía más divertida de lo normal.

    Sin saber porque se me contrajo el estómago y supe que estaba pasando algo que se me escapaba. Tanto así que en cuanto pude me escabullí al baño y resoplé cuando llegó el momento de enfrentarme al espejo.

    Entonces el motivo del cachondeo quedó al descubierto, y pude comprobar en primera persona el motivo de tanta algazara sin razón a mi alrededor:: a fuerza de hablar, el exceso de labial se había extendido sobre las encías superiores, dejándolas manchadas de rojo a la vez que se dibujaban unos surcos entre mis dientes, semejantes a las huellas de un riachuelo seco sobre terreno polvoriento. En resumen, la imagen de mi persona era el retrato andante de la novia de cualquier vampiro, acabada de merendar.

    Llegados a ese punto tenía dos opciones: lamentarme por el enorme ridículo, cosa que no borraría los últimos hechos, o reírme y aceptar mi torpeza con normalidad. Escogí lo segundo por ser la opción más saludable. La persona que me miraba desde el interior del espejo yo nos reímos con ganas,celebrando la vida. Me tomé mi tiempo en intentar remediar el desastre mientras continuaba riendo.

    Está científicamente probado que quien se ríe de sí mismo se parapeta tras una coraza a modo de defensa, en contra de las burlas ajenas y comentarios malintencionados de otros.

    Con alivio, tuve que reconocer que aquel día no tenía ningún problema digno de tener en cuenta. Lo que acababa de ocurrir, apenas era un pequeño percance sin consecuencias en un mundo repleto de historias,algunas teñidas de gris, otras del color de la ilusión.

    «¿De qué color sería la ilusión?», acabé preguntándome, de regreso a mi puesto de trabajo.

    Clara volvió en busca de yogures de fresa.
    – Lo siento. – Se puso colorada mientras buscaba el dinero para pagar.
    – No tenías que reírte de mí – la amonesté en voz baja, se supone que eres mi amiga.
    –No me estaba riendo, pero…,¡ estabas tan graciosa ligando!

    Su insistencia en suponer que estaba ligando comenzaba a incomodarme. A mi entender la escena anterior con el nombre de pelo blanco no fue más que un momento anecdótico que, con seguridad, no se volvería a repetir. De verdad que estaba empezando a enfadarme. Además me preocupaba que la encargada se diera cuenta de la charla y me llamara la atención de malos modos.

    — No estaba ligando.
    — Es verdad– repitió en un intento de permanecer seria, aunque con escaso resultado y menos vergüenza que la que se pudiera atribuir a un borracho –. Pero lo estabas intentando,admítelo.-- Respiró hondo, solemne –. Te diré que resultas adorable en tu ignorancia, con aquellos churretes de tinte entre los dientes.

    Definitivamente tendría que plantearme si quería aquella tipeja como amiga. Mi conclusión fue que sí. Un rotundo sí por toda la vida.

    Horas más tarde, con los huesos y músculos doloridos, volví a casa. Cené un vaso de leche con cereales, por la pereza de hacerme la cena, y ni siquiera encendí la tele.

    La pareja de agapornis revoloteaba en su jaula reclamando atención. Según dicen estos pájaros, una vez se han establecido como pareja, entran en crisis si a alguno de los dos les llega a ocurrir algo. Tengo que decir que en mi experiencia, la información no es del todo fiable, encontré una mañana al primer macho de la pareja muerto picoteado. Desde entonces, la hembra, lejos de deprimirse como se esperaba, aceptó de buen grado otro compañero, y poco después estropeo tres puestas de huevos consecutivas, sin dar muestras de arrepentimiento, lo que me llevo a pensar que aquella bicha estaba majara. Al reparar en ellos decidí, que más tarde revisaría el comedero.

    Lo prioritario en ese momento era limpiarme el cutis y disfrutar de una larguísima ducha de esas que te dejan tan relajada.

    El protocolo de limpieza fue como quitarse una máscara. Arrastré un algodón húmedo de tónico por la piel y a medida que retiraba el producto quedaban al descubierto pequeñas imperfecciones. Las ojeras originadas por el cansancio fueron haciendo acto de presencia. Mis cejas comenzaron a tomar una forma poco agradable y un tanto rebelde y observé que depilármelas era ya una tarea urgente. La piel, libre de maquillaje dejaba ver a una mujer más allá de la mitad de su vida, con incipientes arrugas, que se negaba a endurecerse, para acabar por convertirse en un ser carente de ilusiones.

    Liberar de pintura mi boca fue una tarea más que difícil, en extremo concienzuda, laboriosa y complicada. Tinte: esa era la definición exacta de aquel endemoniado color que se quedó pegado a mi piel igual que mi piel lo estaba a mis carnes. Comencé a ponerme nerviosa y restregué con vigor en todas direcciones, formando círculos de arriba abajo, en vertical y en horizontal, angustiada por devolverles a mis labios su color original. Mis sacudidas iban acompañadas de una suerte de improperios nada agradables de escuchar – y que no repetiré aquí–, pero ni así puede remitir el problema.

    Al fin, acabé con un enorme círculo sonrosado que acaparaba la mitad de mi barbilla, el espacio entre mi labios superior y mi nariz, y un tercio de ambas mejillas.

    En algún momento de la contienda, el cepillo de dientes eléctrico entró en mi campo de visión. Con su rotatoria ayuda, un buen acopio de paciencia, más una buena cantidad de crema dental, al fin logré mi propósito y pude sentir que el reflejo de mi cara era aceptable.

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