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Por Carmen Soriano
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La locura de mis mariposas III

    Perdida en esas reflexiones, cerré la puerta y fui en busca de mi peluquería favorita. No era un local grande pero sí coqueto y luminoso. Tenía dos paredes pintadas de blanco: en una de ellas colgaban de forma armoniosa una colección de sombreros, a cada cual más original, que algún día su propietaria tuvo intención de vender y se quedaron allí, expuestos de forma permanente, precisamente por un exceso de extravagancia para una clientela tan sencilla. En la otra, del mismo color, se encontraban espejos y útiles de trabajo.

    Pegado a una tercera pared, pintada de turquesa, había un sofá rosa palo, abarrotado de cojines hechos a mano, unos de punto de calceta, otros con intrincados diseños de patchwork.
    A la derecha de aquel confortable mueble, un revistero de madera oscura repleto de revistas hacía juego con una mesita baja donde la dueña nos servía café mientras esperábamos nuestro turno. Y, por qué no decirlo, en aquel mismo espacio las señoras asiduas del lugar ponían a caer de un burro a esposos, cuñadas, suegras. hijos y demás fauna de dos piernas que circulaba por la población.

    La cuarta pared de la estancia, además de la puerta de entrada, tenía una enorme ventana. Tras sus cristales se alineaban macetas de orquídeas de diferentes tamaños, todas ellas de color blanco. Las plantas, por alguna extravagancia original, tenían nombre:lunes, martes, miércoles…. y así hasta siete macetas.

    Dejándome aconsejar por la experta, cambié el color de mi pelo de negro a castaño suave, con unas mechas finas de tonos más claros. Cuando la peluquera acabó su trabajo me observé en el espejo. « Me quedan bien», pensé,«le dan luz y alegría a mi cara». No digo que de repente, como por embrujo, me volviera más guapa, pero sí agradable de mirar; muy agradable de mirar.

    Con un entusiasmo tal vez exagerado me despedí para volver a casa. Al cruzar la plaza a la altura de los columpios, en la zona de los juegos infantiles, encontré dos jóvenes padres, uno de ellos lidiaba con un terrible berrinche de un niño de poco más de tres años mientras intentaba – sin mucho arte, en honor a la verdad –, ponerle la chaqueta y limpiarle los mocos.
    El crío, con la cara congestionada, movía piernas y brazos mientras el adulto inspiraba por la nariz y expiraba por la boca en un intento por mantener la calma. El otro hombre, con más suerte de momento, no se veía envuelto en ningún drama mientras que empujaba un carrito a la vez que convencía a su hija mayor para volver a casa, pues comenzaba a oscurecer.

    Escuché tras de mí una voz que gritaba mi nombre.
    Era mi vecina Teresa, cargada con bolsas de la compra.
    Supuse que necesitaba de mi ayuda y sin pensarlo tomé un paquete de su mano, mientras caminábamos en la misma dirección.

    El crío llorón nos adelantó cabizbajo y silencioso, agarrado fuerte de la mano de su progenitor una vez apaciguado el sofoco.

    — El mundo avanza sin darnos cuenta — sentenció Teresa con razón —. Mi padre jamás me llevó a los columpios.
    De todos modos, lo único que puedo reprocharle es que me heredara esta cruz de apellido.

    Nos reímos las dos a carcajadas sin dejar de caminar.
    La mujer, delgada y bastante más baja que yo, se llamaba Teresa, de apellido Rata. Ella y sus cuatro hermanos eran bien conocidos en el vecindario como «los ratoncillos» «ratitas» o «rata» a secas de forma despectiva, motivo más que suficiente para repartir patadas, puñetazos y mordiscos mientras, de niños, jugábamos en la calle. La madre de familia falleció la pobre mujer, sin poder deshacerse del apodo de «Señora ratita» o «Ratita presumida», en referencia al cuento infantil del mismo nombre y a lo coqueta y aseada que era. Miré a Teresa desde mi altura.

    — No lo hagas — me advirtió, intuyendo lo que vendría a continuación.

    — Déjame llamarte «ratita mía» solo una vez más, como en los viejos tiempos — casi le supliqué —. Por lo que ya no somos, por el recuerdo de los buenos momentos.

    — Te daré una patada — amenazó ceñuda.

    — Pues yo te tiraré la compra al suelo — contraataqué entre risas, sin intención de hacer aquello —. Tu padre siempre fue un buen hombre, Teresa —- Tuve la necesidad de añadir.

    — No digo lo contrario, pero nunca cuidó de mí ni de mis hermanos. Tampoco fue a la compra ni nada parecido.
    Las nuevas generaciones están ganando derechos.
    Así continuamos con el paseo y la charla hasta que llegamos a la puerta de su casa, Tras despedirnos pensé que por suerte las mujeres están ganando derechos y respeto hacia su persona, no como me sucedió a mi, que durante las horas de parto en que di a luz a mi segunda hija, mi «querido esposo» hizo mutis por el forro y nunca nadie, jamás, supo de su paradero durante ese esperado momento. Por fortuna contaba con mi madre, que se mantuvo allí plantada, esperándome ansiosa en la puerta del paritorio y se encargó de cuidar de mi primogénita durante los tres días de ingreso posparto.

    LO más delirante llegó cuando, con una frase lapidaria, el individuo se sacudió de encima la obligación de llevarnos a su hija y a mí a casa,desde el centro hospitalario:

    __ Cariño, lo siento, pero no me dan permiso para ir a recogeros.

    Punto final, esa fue toda la disculpa. Tan solo su conciencia — en caso de que la tuviese — y su sombra, fueron testigos mudos de donde estuvo su cuerpo durante aquel tiempo.
    De esa manera, acabada la comida del mediodía y ya con el alta médica en mi poder, se me urgió a abandonar la habitación y me vi de patitas en la calle un caluroso veintidós de Agosto, con una niña recién nacida descansando confiada en un brazo y un bolso repleto de bártulos colgando del otro.

    El azar quiso que la patética escena fuera presenciada por un taxista, aquella resultó ser una muy buena persona, que acudió sin pérdida de tiempo en mi ayuda y se encargó de llevarme a mi casa de soltera.
    Al menos durante aquel día, el recibimiento de mi familia y de las vecinas eclipsó por completo la ausencia del mal llamado padre, y pude ser feliz.
    Así que tengo el honor de ser testigo incuestionable de que no todos los hombres son iguales, de que la sociedad cambia poco a poco, es cierto, pero todos los grandes logros tienen un proceso.

    El brusco frenazo de un coche que circulaba demasiado deprisa, y que acabó empotrado en uno de los bolardos que delimitaba la zona peatonal, acaparó mi atención momentos antes de que entrara en el interior de mi casa y apartó de mi mente recuerdos más que nefastos y perjudiciales. Aunque me avergüence reconocerlo, tardé poco en unirme al grupo de cotillas que rodeaban el vehículo siniestrado y a sus ocupantes.

    El centro médico se encontraba bastante cerca del lugar del incidente, por lo que en escasos minutos médico y enfermera se vieron enfrentados a un conductor ebrio que gritaba a los cuatro vientos su perra suerte y alternaba las voces con llantos infantiles al observar la sangre que manchaba su ropa, el suelo y la tapicería del asiento.
    Su acompañante, también varón, tenía un importante golpetazo en la frente que amagaba con alcanzar el tamaño de una sandía. Con certeza, en unos días, el color de los hematomas que le rodearían la nariz y los ojos llamarían más la atención que el negro de la tinta con que tatuaba su cuerpo.

    El coche, una lastima de maquinaria de un modelo más que aceptable, acabó siendo declarado siniestro total,pura carne de desguace. Una de las ruedas había salido disparada por el impacto calle abajo, pero alguien se tomó la molestia de recogerla y dejarla apoyada junto al amasijo de hierros doblados.
    La gente, viendo el estado alcohólico de los heridos, no pudo empatizar con ellos. En las inmediaciones se formaron pequeños grupos, comentando sin pudor la irresponsabilidad de algunos humanos y las consecuencias tan terribles que pueden derivar de los actos cotidianos de personas « alocadas».
    Mientras el murmullo del improvisado debate crecía, arropado por el atardecer, el herido tatuado, con todo su trabajado aspecto de «tipo duro», cayó al suelo como un trapo, sin voluntad, vencido por el dolor de dos costillas rotas. Llegó hasta el frío pavimento como cualquier otro hijo de vecino, lastimosamente derrotado por las lesiones. De nada le sirvió lucir en la garganta, a la altura de la nuez de Adán, el símbolo nazi, una esvástica bien definida y visible entre los ahora abiertos botones de su camisa.
    Cuando llegó el coche policial, vi que acudieron los mismos agentes que con tanta gentileza me «ayudaron» con el problema de la puerta. Uno de ellos, quizás el más considerado o sensible, al reconocerme hizo un gesto con la cabeza desde lejos a modo de saludo. Me permití el pequeño placer de darle la espalda y no responder al acto de reconciliación. Reconocí al instante en mi comportamiento un gesto de rebeldía inútil pero satisfactorio y no volví a pensar en ello.

    A pesar de recibir la orden de retirarnos repetidamente, sólo cuando el fresco de la noche comenzó a arreciar, fuimos volviendo a casa poco a poco.

    Quien sabe si animada por mi nueva imagen, la cuestión es que al día siguiente decidí comprarme un eyerliner y un pintalabios de última generación, de esos estupendos que no se borran, ni se mueven, en veinticuatro horas. Mientras estaba enfrascada en elegir el color, llegó a la perfumería mi amiga Clara, en busca de un esmalte de uñas, según me comentó al acabar de saludarnos.

    — ¿ Te gusta el color?--- le pregunté mientras le acercaba el labial. Era un color bonito, un rojo oscuro, fuerte y con personalidad —. ¿ A lo mejor resulta demasiado llamativo para mi edad?No me hace parecer un putón, ¿ verdad?--- insistí acercando los labios para que pudiese apreciarlo.

    Clara es un amor de persona, buena dulce y cariñosa. Debería haber tenido en cuenta que jamas de los jamases, una palabra que pudiese incomodarme iba a salir de su boca.
    Se limitó a mirarme sorprendida por aquella elección de color tan atrevida, con sus diminutos ojitos muy abiertos.

    — ¿ Qué más te da lo que piensen, nena ? ¡ Si te gusta, cómpralo !

    Una vez que dio su opinión, se alejó con garbo en busca del pintauñas.
    Su benévola actitud, me hizo pensar en qué diría mi ex marido si me viera, aquel que destacaba todos mis defectos uno por uno, no fuera a ser que se le olvidara alguno o, lo que era peor, que se me olvidaran a mí. Incontables veces me reprochó que no me arreglara, que no luciera escotes más atrevidos o incluso pantalones tan cortos que, a mi entender, rozaban la vulgaridad; ropa que yo me negaba a vestir de forma sistemática, por no ser acorde con mi personalidad. En cambio, cuando llevaba otros modelos más simples o recatados, si se le antojaba que mi presencia acaparaba demasiada atención masculina, en un giro imprevisto de humor montaba un espectáculo de dimensiones épicas frente a quien fuera, sin importar si eran conocidos o desconocidos. Aquella espiral de encuentros y desencuentros por la opinión dispar del personaje al que hago referencia, siempre se debían solucionar según su criterio en el dormitorio, lugar al que yo llegue a odiar con todas mis fuerzas por sentirme violada y usada en contra de mi voluntad, todas y cada una de las veces, en que soporte el choque de aquel cuerpo contra el mío, y le escuché resoplar junto a mi oído.
    Habitación a la que yo me veía arrastrada, pensando en que no teníamos nada que resolver, que aquella chica llamada Elvira no había formado parte de ningún enfrentamiento, tan solo se limitaba a callar mientras duraban las ráfagas de palabras ofensivas e intentaba, con desesperación, escapar muy lejos, aunque solo fuese con la imaginación.

    Con la práctica me convertí en una experta de la evasión. Mientras a mi alrededor, con demasiada frecuencia, flotaba la ira ajena, en mi mente dibujaba un mundo maravilloso, lleno de oportunidades y con mis pequeñas siempre a mi lado.

    Jamás me paré a aclararle que si no gastaba el dinero en ropa y cosméticos era porque la invertía en necesidades de la familia, proyecto en el que, por cierto, contaba con muy poca ayuda por su parte, por no decir ninguna.

    No sé en qué momento la opinión de aquel personaje dejó de tener autoridad moral sobre mí. Durante muchos años me limité a arrastrar su compañía como quien arrastra una piedra atada a un tobillo, mientras día a día, semana tras semana, salía a darme de puñetazos con la vida, con la intención de que mis hijas comieran, se vistieran y fueran a la escuela. Trabajé manipulando fruta, recogiendo judías y patatas en vastos campos en donde se perdía la vista intentando adivinar la linde, hasta que mis riñones amenazaron sin piedad con abandonar y dejar tirado el resto de mi cuerpo. La tierra se metía entre los pequeños cortes de la piel de mis manos ajadas y mis uñas rotas. Pero lo conseguí: mis hijas, hoy en día, son mujeres válidas, autosuficientes, decididas y valientes, conocedoras de una historia que forjó su determinación y carácter.

     

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