La locura de mis mariposas I
Sentada en la cocina de mi casa, recuerdo, todavía no sé si con indignación o con cierta diversión, lo sucedido aquella mañana, hace ahora dos años.
En un viejo, descuidado y pequeño supermercado en el que trabajaba, se traficaba a diario con las simpatías y las influencias, haciendo uso y abuso continuo del poder y la autoridad. Por ese motivo, me sorprendió sobremanera que mi jefa, una chica de formas rotundas y poco agrado por los demás -o al menos hacia mi humilde persona-, se plantara frente a mí para encomendarme una ilustre misión, digna del mismísimo agente 007:
-Elvira, esta tarde te llevas la llave de la tienda y el lunes te encargas de abrir cuando vengas a las siete de la mañana. Este es el código de la alarma -me dijo pasándome un papel con cuatro números escritos y cuidadosamente doblado-. Y esta es la llave. -Me la entregó con tal solemnidad que a punto estuve de hacerle una reverencia-. No la pierdas. Espero que no la líes.
Tengo que reconocer que, durante el año anterior, a fuerza de recibir reprimendas me había ido escondiendo cada vez más en mí misma, dando cada vez una sensación de mayor torpeza, pero hasta donde llegaba a recordar, desde los tiempos del cole siempre había sabido contar, incluso más allá del diez. Además, en mi bolso solía guardar llaves de varios tamaños, así que no entendía a qué venía tanta exageración en el encargo.
La situación me habría parecido graciosa de no ser por la figura de la chica que, con algunos años menos que yo, me miraba totalmente erguida desde su posición de mando, dando por hecho confirmado que yo iba a ser incapaz de llegar a una puerta, meter la llave y abrir.
“La necesidad de trabajar es poderosa”, pensé. “Mejor me guardo para mí misma lo que pienso sobre su gestión, su persona y su mundo en general”. Me di la vuelta para irme a casa y la dejé con los ojos pegados a mi espalda, valorándome, apreciando cada una de mis carencias, para comentarlas a la hora del café con las compañeras de su agrado. Daba igual. Nunca seriamos amigas. Ni ella me querría en su círculo, ni yo la soportaría en el mío, estábamos en paz.
El fin de semana fue por entero un tiempo dedicado a desconectar de la rutina diaria. Pude saborear algún café acompañada de gente sencilla -sin arrogancias, ni luchas de egos-, disfruté de una buena caminata con mis zapatillas más preciadas -que nunca son las más nuevas- sin acusar excesivo cansancio -lo cual me alegró- y sin darme cuenta acabé encontrando calma, y tranquilidad.
Aun así, cuando estaba en casa dejaba mis quehaceres para abrir con preocupante obsesión una y otra vez el cajón donde había guardado la llave de la tienda y el papel con el código de la alarma, con el único propósito de asegurarme que ambos objetos continuaban en el mismo lugar. Temía que, en un descuido, un caco malicioso entrara en mi casa con el único objetivo de arrebatarme aquel colosal tesoro para que mi entrada en la siguiente semana laboral fuera más asquerosa que el final de la anterior.
Lunes. 06.00 h. Me costó poco esfuerzo levantarme y, como siempre, despertaba de buen humor. Una de las cosas que jamás alcancé a entender, es el carácter agrio que algunas personas tienen al levantarse. Mi rutina, desde jovencita, siempre fue asearme y, sin perder tiempo, lanzarme con avidez sobre mi taza de café con leche bien calentita, acompañada de galletas, magdalenas, etc. Tampoco podía concebir comenzar el día con el estómago vacío, como otras personas se empeñan en aconsejar.
Yo siempre consideré básico empezar el día con buen ánimo y la barriga llena.
Fuera de casa hacía frío y el viento soplaba con fuerza. Me abrigué bien y comencé a caminar a paso ligero. Todavía estaba oscuro y no había nadie en las calles, solamente me acompañaba el sonido del aire que sacudía persianas y arrastraba hojas y papeles.
Tal vez a la gente de la ciudad, acostumbrada al ir y venir de peatones en las calles a cualquier hora, les hubiera resultado inquietante aquella ausencia de los mismos, pero a mí lo único que me importaba era no salir volando durante el trayecto. La pequeña tienda donde trabajaba -y que meses más tarde se ubicó en una amplia y luminosa nave en las afueras, con una nueva gerencia y bajo una nueva marca-, se encontraba a quince minutos de mi casa caminando a buen ritmo. Eso, si tomaba el camino de las calles antiguas y estrechas, en lugar de elegir la avenida nueva que bordeaba el jardín del estanque y continuaba por la acera del convento añadiendo unos cuantos metros más a mi recorrido.
Cuando llegué a mi objetivo y me paré frente a la persiana de hierro que protege la entrada al almacén, calculé su peso tirando por lo bajo y vi con claridad que era excesivo para ser levantada por una sola persona. Por enésima vez me pregunté a mí misma cómo me había dejado meter en aquel lío, en qué momento dejaría de importarme que abusasen de mi buena fe y, en resumen, cuándo dejaría salir mi carácter y comenzaría a repartir negativas a izquierda y derecha. Sin embargo, la voz interior que guardo para pensar barbaridades volvió a resonar en mi cabeza: “Vamos, Elvira, tú puedes. Poco importa que la persiana la levante siempre entre dos, tú puedes”.
Al tratarse de un local antiguo, aquel bajo carecía de entrada de luz y aire, a excepción de la puerta principal y la puerta del almacén frente a la que me encontraba, que por seguridad permanecía casi siempre cerrada. Tal vez por ese motivo, el ambiente en el interior se notaba cargado, incluso se adivinaban de tanto en tanto olores demasiado intensos. Las viejas estanterías de hierro, tan añejas como el mismo edificio, repletas de productos para aprovechar el espacio, amenazaban sin palabras con inclinarse hacia un lado y dejar caer su contenido en cualquier momento. Junto a la pared del fondo, la sección de fruta lucía con demasiada frecuencia un desorden ya aceptado por todos, con tomates o patatas rodando sobre los azulejos, las bolsas de plástico abandonadas con desgana en cualquier rincón y diminutos mosquitos de la fruta danzando con alegría de arriba abajo. En cambio, unos pasos a la derecha, el visitante encontraba una mesa estrecha de madera oscura con ruedas, señalada por los golpes del uso, sobre la que se exponían, en cuidado orden, bizcochos, rollos de anís y magdalenas, que suponían pequeños caprichos rebeldes para las ancianas que se confesaban aquejadas de diabetes. El resto del lugar, con pasillos estrechos y escasa iluminación, apenas era digno de mención. Se podía afirmar que la clientela permanecía fiel por dos motivos: uno de ellos era la cercanía y el otro, más evidente, que se trataba del último comercio que quedaba en el pueblo, a excepción de una diminuta verdulería regentada por un matrimonio pakistaní y una pescadería propiedad de un hombre que había enviudado tan solo seis meses después de contraer matrimonio y renunció a volverse a casar. Casi todas las personas que visitaban aquella empresa me conocían desde siempre, teniendo entre nosotros un trato cordial y sincero.
Durante el esforzado proceso de “apertura con levantamiento” apunto estuve de provocarme siete u ocho hernias discales, pero al fin la persiana se alzó. A partir de ese momento tan solo tenía unos pocos segundos para teclear el código. Después de abrir la segunda puerta y, una vez dentro, dejaría de tener frío. Un plan perfecto, sin fisuras.
Con mis dedos ateridos sostuve con firmeza el papel en el que estaba anotado el código. Con la otra mano luché por retirar los mechones de mi cara y presioné los cuatro dígitos que desactivarían la alarma. En teoría, una vez hecho esto debía sonar un suave pitido, el piloto de luz pasaría de rojo a verde, se encenderían todas las luces… y de esa manera podría emprender mi jornada laboral. Sin embargo, en lugar de un suave pitido se comenzaron a escuchar series intermitentes de silbidos cortos y amenazantes.
-No pasa nada, Elvira, calma -me repetí a mí misma-, vuelve a intentarlo. Ya verás como todo va bien.
Pero no lo fue, no fue bien en absoluto. Me aparté varias veces el pelo de la cara, pero el viento era cada vez más violento. Volví a presionar los números escritos en el papel con una precisión impecable y la lucecita roja seguía allí. El periodo de tiempo entre silbido y silbido era cada vez más corto y la intensidad del sonido iba en aumento. Por fin, lo inevitable; la tragedia estalló en mis narices. Aquel mecanismo diabólico inició un aullido rabioso, imposible de ignorar en el sigilo del amanecer.
Allí estaba yo, en la puerta del supermercado, con otro fracaso a cuestas, desamparada, muerta de frío por la temperatura en el exterior, pero temblando de puro pánico interior al ver cómo se encendían una tras otra las tenues luces tras las persianas de las ventanas. Me sabía observada y juzgada por personas que habían visto su descanso roto de manera sobresaltada.
Nadie se dejaba ver. Primero husmearon con cautela y curiosidad esperando descubrir a algún atracador merodeando la zona y tener así alguna aventura que contar pero solo encontraron a una pobre mujer hecha unos zorros. Mientras tanto, el dispositivo de alarma continuaba bramando cada vez con mayor intensidad, hasta que alcanzó un volumen enloquecedor. De repente, sin saber de dónde habían salido, encontré dos policías plantados frente a mí. Su amable saludo fue el siguiente:
-¡Señora…, ¿qué coño paaasa?! ¡¡Haga algo!!
Continuará…