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Por Carmen Soriano
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La locura de mis mariposas IIII.

    Aquel día, de nuevo en casa, asalté con la ilusión de una adolescente los cosméticos recién adquiridos. Era obvio que mi arte en el maquillaje se limitaba a aplicar colorete y poco más, pero puse una silla cerca del espejo del baño, coloqué sobre ella el moderno ordenador regalo de mis hijas por mi último cumpleaños y busqué un tutorial en internet. La chica de la pantalla, en pocos segundos, cambió el aspecto de unos ojos redondos y anodinos por otros seductores y felinos.

    «Pues bien, mundo…. ¡allá voy!», me dije decidida. Primer problema a resolver, mis gafas: si me las dejaba puestas no podía dibujar el contorno de los ojos y si me las quitaba no veía ni torta. Corriendo grave peligro de sacarme un ojo en el proceso y quedarme tuerta, pero decidida como estaba a sacar partido de una belleza madura recién descubierta en mi, emprendí la ardua tarea de maquillarme delineando pequeños trazos a ras de pestañas. La muchacha del vídeo, puesto en marcha, parecía quedarse boquiabierta con cada uno de mis movimientos, y poco a poco la situación se fue complicando aún más. La línea de uno de los ojos era delgada, la del otro, gruesa. En un ojo era ascendente, en el otro semejaba una senda tortuosa con sus baches incluidos….. Así, a fuerza de desmaquillarme los ojos y volverlo a intentar sin desistir, fue cayendo la luz de la tarde y acabé recordando más a un oso panda que a una cincuentona atractiva. Al fin decidí con buen criterio guardar todas las cosas– en el caso del eyeliner, lo que quedaba de él– y hacerme la cena.

    Más tarde, al ir a acostarme, sentí que hacía un frío intenso, tanto que valoré la descabellada opción de meterme en la cama con ropa de calle con tal de no tener que desnudarme. De nuevo,me asaltó el mismo pensamiento funesto de otras veces:«Si me muero mientras duermo, las personas que me encuentren me van a recordar como una tía desastre» y eso era algo que no podía consentir. Así que, a la cuenta de tres, me deshice de la ropa como un relámpago mientras tiritaba como una posesa. Durante los cinco años que llevaba viviendo sola, siempre hubo momentos, en los que el silencio de una casa tan grande como la mía, con varías alturas, escaleras en diferentes puntos, tantas salas y habitaciones vacías, me produjeron cierto recelo. Cualquier sonido sin identificar me llenaba de desconfianza, robándome la seguridad que debería de sentir allí dentro.

    Aquel lugar pertenecía a mi familia desde que me alcanzaba la memoría. Con esfuerzo, cada generación la fue reformando, adaptándola a las nuevas necesidades y tiempos, hasta el momento actual. Cada persona que la habitó dejó entre sus paredes algo de ella misma: sus ilusiones, sus gustos, sus esperanzas… e incluso algunos de ellos fueron velados allí mismo, rodeados de amigos y vecinos antes de partir hacia el camposanto.

    El miedo es una de las pocas cosas gratuitas a las que tenemos acceso. Cada uno se adueña de la cantidad que quiere. Así que siendo gratis, yo me apoderaba de todo el temor que era posible reunir, con la disparatada idea de que los antiguos moradores regresaban a su casa para reclamar el derecho de estar allí, y me observaban en silencio, circulando a mi alrededor sin que yo pudiese verlos.

    Cualquier crujido de las vigas de madera del techo ahora ocultas por la talla, el silbido del viento que lograba colarse por las rendijas de las ventanas, la caída fortuita de un objeto sin aparente motivo….., todo o casi todo me daba a entender la presencia cercana de seres de otra dimensión. Los buscaba ansiosa con el corazón desbocado en cualquier esquina, ocultos en la penumbra, segura de que estaban observando en silencio, tal vez para protegerme, para burlarse, para juzgarme.

    Consciente de que la situación no podía dilatarse más por lo perjudicial y dañina, tomé las riendas y cada noche cerrada, con miedo o sin él, armada con un objeto contundente no fuera a ser que el intruso estuviera vivo, antes de dormir me obligaba a recorrer todas y cada una de las estancias.Siguiendo un mismo patrón iba abriendo las puertas y escudriñando armarios, con tanta agresividad que de ocultarse un espíritu en su interior,seguro abandona el lugar al momento. Y en el caso de que se tratase de un maleante, sin duda fallece en el acto,producto del sobresalto que le arrea verse enfrentado a una desquiciada, entrada en años, con los ojos desorbitados y al grito de « Aquí estoy. ¿No me buscabas? Pues ven por mí». Con una obstinación digna de elogio fui repitiendo esta conducta durante semanas hasta apartar por completo todos los recelos y zozobras, certificando al fin, el poco interés que mostraban mis antepasados por mis cosas y la seguridad real de la vivienda. Con el tiempo me di cuenta que escuchar voces humanas, aunque estas salieran del televisor, me ofrecía paz y tranquilidad. Así que me acostumbre a taparme hasta la altura de la nariz, programar el temporizador y mientras el presentador realizaba su trabajo yo poco a poco, sin darme cuenta, me iba durmiendo.

    Al fin estaba encontrando el camino de la tranquilidad, sin lamentos, sin rencores, sin penas.

    Se trataba solamente de vivir, respirar, sonreír, aprender, aceptar lo que nos tocó en suerte, crecer y madurar.

    Una mañana, el sonido del motor del coche de mi vecino me trajo de nuevo a la acción diaria. Me desperté lista para la lucha y extendí perezosa mis extremidades todo lo que pude.Busqué a tientas las gafas sin encontrarlas sobre las mesillas de noche a ambos lados de la cama, ni encima de mi libro de cabecera. Al fin di con ellas en el suelo – menos mal que no se rompieron–,al agacharme por ellas encontré debajo de la cama el billete de cinco euros que di por perdido días atrás. Por el momento la mañana comenzaba de manera positiva.
    Encendí el pequeño televisor de la habitación para escuchar las noticias mientras me vestía.

    De inmediato me arrepentí de haberlo hecho. A la vez que en la pantalla, un locutor afligido comentaba la búsqueda infructuosa hasta entonces, de otro niño desaparecido, en las imágenes se podía adivinar la figura de los padres arropados por familiares, amigos, vecinos y voluntarios, todos ellos ofreciendo apoyo tal vez convencidos de encontrar al crío pronto.

    Sin embargo, absolutamente nadie de los presentes, podía hacerse una idea del tormento de aquella pareja. Nadie sentía la sensación de que su piel era un envase demasiado estrecho para contener la carne de su cuerpo, que a fuerza de nerviosismo luchaba para romperse en miles de pedacitos, y de ese modo, cada uno de los trozos saliese volando en direcciones contrarias, gritando con desesperación el nombre de su hijo. Exasperante era la lucha descarnada de ambos progenitores entre la esperanza de encontrarle vivo y la más probable posibilidad: de que lo encontrasen muerto.

    Al escuchar la voz entrecortada de la madre, pidiendo que le devolvieran a su hijo, mis recuerdos, los cuales creía tener controlados, me hicieron dar un abismal salto hacia atrás en el tiempo,produciendo tanto dolor en mi que me resultaba difícil respirar. Por momentos la decoración de la habitación cambió, mi casa era otra, mi cuerpo más joven se enfrentaba a un hombre moreno, bajito y entrado en kilos, aquel tipo cargado de odio en mi contra, susurraba vocalizando pausadamente para que nadie más que yo lo oyera.

    – Me las llevaré, ya lo verás, hija de puta. Me las llevaré y no las verás más.

    Tengo que decir, que jamás me dio un golpe que lo dejara en evidencia. Entre el y yo, tan solo el sonido de una voz amenazante, acompañada de una mirada fría que me producía escalofríos, una mirada cruel, despiadada…, que contaba con el poder de dejarme bloqueada a sabiendas de que la amenaza no era infundada, con la seguridad de que aquello no se trataba de un juego, ni de una advertencia pasajera.

    Yo me sentía indefensa, pequeña, débil, sin voz. Cada vez que la situación se repetía, mi mente firmaba en un papel inexistente una declaración de intenciones:

    « No hablaré, no me reiré sin permiso, no miraré a nadie. Obedeceré siempre, haré lo que sea, lo que sea…»

    Estaba dispuesta a entregarle mi cuerpo, mi voluntad, mi alma, mi vida, todo a cambio de que lo más importante para mi se mantuviera a salvo.

    Cuando mi persona se quedaba sin voluntad, hecha un ovillo a sus pies, se daba la vuelta dejándome sola con sus amenazas y mis miedos para encarar la vida.

    Con un esfuerzo fabuloso volví al presente y me di cuenta de que estaba llorando otra vez, por mí, por mis hijas, por el niño de las noticias, por su madre, por la mía, que comprendió y sufrió demasiadas cosas sin yo decírselo.

    No se porqué supuse que la que me dio la vida, vivía ajena al drama que se alimentaba a su alrededor. Sin duda alguna la subestimé, yo callé con intención de protegerla.

    Ella hizo lo mismo, para no aumentar mi padecimiento.

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