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Per Ángel Padilla
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«Pasajeros del tiempo», de Elena Villamandos. Una novela inmensa en un mundo vacío

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    «Pasajeros del tiempo», de Elena Villamandos. Una novela inmensa en un mundo vacío- (foto 1)

    “Cuáles son las raíces que se aferran, qué ramas crecen

    de esta pétrea basura? Hijo de hombre,

    no lo puedes decir, ni adivinar, pues conoces sólo

    un montón de imágenes rotas, en que da el sol.”

                                        T.S. ELIOT, La tierra baldía

    Dos hermanas que llevan mucho tiempo sin verse.

    La madre de ambas en el lecho de muerte. La está cuidando Teresa, y desde que el tiempo es tiempo. Sin embargo Loreto, la otra hermana, vive ciertamente lejos y últimamente no se acerca por la casa de la madre y la hermana, cuando, en tiempos, cada pocos meses les daba una visita, se ponían al día. Pero en realidad para esta familia nunca hubo una verdadera paz, y nunca se relacionaron en forma natural, en forma no enfermiza.

    Y eso lo sabe bien Teresa cuando llama a Loreto para informarle de que se ponga en marcha, y rápido, si quiere cruzar unas últimas palabras con la progenitora, o tan sólo —pobremente— verla dentro de la caja, en el funeral.

    “Pasajeros del tiempo”, de Elena Villamandos, en su 3ª edición a cargo de “Escritura entre las nubes”, es la historia de una familia como otra cualquiera, no es algo especial —se diría— lo que envuelve, colorea y ensombrece a sus componentes. De hecho, se podría decir que todos nosotros podemos conectar, rápidamente, con los comportamientos extraños, muchas veces hostiles, tanto entre las hermanas como con sus conocidos y personas queridas, porque, como a ti que esto lees, y a mí que esto escribo después de leer “Pasajeros del tiempo”: el pasado nos marcó como los temporales a los árboles del bosque, al cauce el paso del río. Como el sol en la piel, o los fierros al rojo en la carne de los condenados.

    El personaje de Fernando, un extraño en cierta forma para ambas (extraño hasta para sí mismo), se trenza en las vidas de Loreto y Teresa en una forma sentimental, de nuevo disfuncional: Fernando ama a Teresa (y, además, desde que eran niños) pero acaba casándose con Loreto.

    Un pasado, el de las hermanas, que irá desvelando su grupa gris como el hades y un relincho fantasmagórico, mediante brillantes —inquietantes y necesarias— analepsis que la autora realiza a lo largo de la novela, que se sitúa, parece, en el lapso de unos pocos días (el tren de palabras del “Ulises” de Joyce se desarrolla en un día; esta novela lo hace, en verdad, en muy pocos; y parece que sea todo lo que ocurre en un mismo momento, de lo bien unido que está el totum en la acción), los días que requiere Teresa, junto a Loreto, para dar sepultura a su tremendamente asediada madre. Trío de hembras asediadas por un lugar tramposo en el mundo y unas vidas adumbradas por la altura —en este mundo humano de los hombres— del constante trampantojo circense del volador patriarcado, y troqueladas desde que tienen uso de razón, y burladas desde que nacen, y, en fin, humilladas y ofendidas (haciendo un guiño de recuerdo a la gran novela de Dostoyevski), en un mundo en el que, constituido siempre por hombres y mujeres, es —lo mires por donde lo mires— machista, medieval aunque pretenda ser moderno y asegure falsamente ufano haber dejado atrás la injusticia social.

    Pedro, el padre de Loreto y Teresa, representa, a la perfección, “el macho hispano” (el macho universal, al fin; esto es planetario), un tío con derechos, derechos infinitos. Frente a las mujeres, incluidas las de su familia, su mujer, sus hijas, que son 'menos' que él ya que, como el antropocentrismo le susurra al oído a los humanos la maldad: “haced cuanto queráis con el resto de los animales, que son para vosotros y sus vidas son vuestras”, el patriarcado y su machismo tan latente hoy como desde que salimos de las grutas, susurró al oído de Pedro y de sus pares (la mayor parte de los hombres de su época, una época en que el machismo disparaba sus armas a la luz del día —por desgracia—, no como hoy, que dispara, pero uno se gira y es difícil hallar dónde está el arma oculta y quién, y cuántos, la cubren, quiénes, cuántos, amparan al francotirador); susurra, machismo, a aquellos hombres: “ahora ve y haz lo que quieras con 'esa', es tu derecho”.

    Francotiradores hombres desde las terrazas de un bar, desde las terrazas de una simple acera, desde las terrazas de la mesa de la casa a la hora de comer, asesinando a pocos a la hembra, haciéndola de menos por puro hobby, siglo XXI y sigue pasando: que los hombres —lean bien, que alguien lo diga bien claro y dejemos de ver todo color de rosa y de mentir— buscan hacer escupir sangre a las mujeres, por simple placer.

    “Pasajeros del tiempo” narra las vidas de mujeres y hombres que contienen la misma arcilla estelar o de fosa que todos nosotros, expuestos a los vicios y males que soportamos a diario todos nosotros. La clave de que deba recomendarse esta novela es el enfoque, y el estilo. Enfoque y estilo que elevan unas historias que aparentan ser sencillas, a la categoría de gran drama. Sencilla es una piedra vista en perspectiva al borde de un acantilado, ¿pero qué es sencillo y qué complejo? ¿Qué feo y qué profundamente descorazonador en su belleza? Ya alertó Blake en sus cantos del “Matrimonio entre el cielo y el infierno”: “El necio no ve el mismo árbol que el sabio”.

    Elena Villamandos logra, con suficiencia —es una gran narradora y una extraordinaria poeta— contar una historia (perdón por el lugar común y tópico, pero es así:) enganchando al lector, para que siga y siga, y luego al día siguiente desee retomar lo contado, porque es grave, porque es hermoso, porque contiene grandes verdades y se extraen, por enseñanzas, grandes soluciones y pistas... para vivir.

    La novela cabalga desde su primera página por un magnetismo que proyecta hacia el lector, oscura, pictórica, íntima, abierta, como si a cada pasada de página nos encontrásemos con un nuevo cuadro en un museo de arte contemporáneo.

    Es fluida y a la vez intensa y hermosa. La novelista usa el lirismo como un buen pintor los colores, dotando a la narración de un crisol de destellos, de un conjunto de sorpresas estéticas, que nutren agradablemente el alma; la descripción de continuo es tan exhaustiva y perfecta, que uno se hunde —podemos sumergirnos por completo— y cree estar viendo una película, esa es la sensación. De hecho, el otro día recordaba una de las escenas de “Pasajeros del tiempo” e intentaba recordar a “qué serie” pertenecía tal escena. No miento, creo por ello que se podría llevar perfectamente esta obra a la gran pantalla. Considero, incluso, que sería necesario.

    Su final es uno de los más hermosos, y violentos, que he leído en novela, y puedo decir que he leído mucha novela. Y novelas, además, en especial, de los novelistas-poetas.

    Ahí, Elena Villamandos, demostrando a propios y extraños cómo se hace esto de escribir, cómo se cuenta una buena historia, cómo se perfila un personaje literario, cómo se engalana y llena de la luz necesaria, o la sombra adecuada, el contexto, lugar, paisaje; con enorme y admirable oficio Villamandos se mueve como pez en el agua en una dramaturgia total, que cumple sobradamente su cometido.

    Deberían comprar “Pasajeros del tiempo” (además de todo el mundo) los y las novelistas de moda, esas presentadoras y esos periodistas, y esos famosillos que hoy dicen que escriben (no escriben, claro), cuyos libros podemos encontrar los primeros (como llamándonos con las manitas de colores llamativos de sus portadas) al entrar, bien visibles con una publicidad grande, en las librerías, las pobres librerías, que para vivir han tenido que atrapar esas regalías por poner ciertos libros en las mesas de novedades bien visibles o por engalanar sus entradas de comercio con enormes carteles de tal libro, “que no es bueno pero se vende” y/o “que la gente lo compra pero no lo lee”.

    Para quienes no se dejan hipnotizar por la banal propaganda que como todo lo que recorre nuestras vidas desde las entrañas del feroz capitalismo, todo lo destruye y transforma para mal, he escrito esta reseña.

    Y por el arte, el arte en su conjunto. Uno cuando ve algo hermoso, luego debe contarlo. No debemos ni podemos olvidarnos de lo bello. Hay demasiados vaqueros sombríos y temibles, siempre, por el campo, girando sogas para encajonar y ocultar lo bello. No lo permitas.

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