¡Qué hermoso es vivir!
Acababa de despertarse y abrió los ojos ¡qué día tan hermoso! -se dijo- Hoy luce el sol en un cielo sin nubes y la brisa muy suave arrastra sutiles fragancias de pinos, tomillo, romero y azahar.
Después de desperezarse abrió la ventana, miró el cielo muy azul sin ninguna mancha blanca y abrazó a su mujer y le dio un beso cariñoso en la frente.
¡Qué hermoso es vivir! -se dijo a sí mismo- voy a asearme y luego daré un paseo por el bosque.
El sendero sinuoso estaba bordeado de viejos robles y abetos que soportando el peso de las últimas nieves invernales, bajaban sus ramas que se balanceaban suavemente reverenciando sus pasos y diciendo adiós a los últimos coletazos del invierno. Del barranco, allá lejos, escuchaba el sonido del agua que caía desde las rocas emitiendo una música suave, agradable, armoniosa y relajante.
¡Cuánta felicidad! ¡Qué maravillosa es la vida! ¡Que hermoso es vivir! -volvió a decirse otra vez en voz alta.
Alcanzó la cima. Descendió dando saltos. Corría y sus pies le iban frenando la aceleración al posar su mirada en las piedras más firmes del camino. Unos pasos más adelante le precedía, muy ágil, su perro Bob con aspecto de animal feliz y contento.
Estaba cansado pero rebosante de felicidad. Tras el ascenso y la veloz bajada, miró su reloj. El cosquilleo de su estómago hambriento le estaba diciendo que se acercaba la hora de llegar a casa. Allí Clara, su mujer, le estaría esperando con algún guiso que le habría preparado, tal vez un risoto con setas, tal vez un guiso con habichuelas, tal vez una sopa de ajo, tal vez un arroz caldoso ¡Ella es tan buena cocinera! -se dijo-
En su paso acelerado, ya cerca de casa, pensaba en los placeres del paladar y en el descanso que acostumbraba a hacer cada día tumbado en el rincón de la casa en donde solía apretar su espalda y sus nalgas a su sofá preferido.
Allí, ya en su hogar, mientras dormitaba, pensó en la pasada primavera ¡qué gozada! El mismo sendero de sus paseos que en esa época se inunda de polen. Abejorros, mariposas, abejas, avispas y otros muchos insectos se le cruzaban. A veces con prisa, a veces impacientes les veía detenerse en alguna flor. Miraban, lamian, marchaban.
¡Qué hermosa es la vida! Cada estación tiene sus encantos –se decía al dictado de sus pensamientos vespertinos- y recordaba los días de la estación más fría en los que el rocío se encarga de tejer, por el mismo sendero, cada madrugada, un manto blanco antes de que el sol se lo arrebatara.
¡Qué hermosa es la vida! -volvía a repetirse una y otra vez. Sin levantarse de su siesta se desplazaba ahora en busca del otoño. ¡Ah el otoño! ¡Qué hermoso es el otoño! ¡Qué hermoso es vivir! En otoño la naturaleza pinta con sus colores los más hermosos cuadros. El mejor de todos los artistas deposita allí mil ocres todos diferentes, todos armoniosos, todos de una belleza indescriptible que solo algunos pintores pueden imitar en reproducciones siempre imprecisas, siempre de baja calidad, muy lejos de lo que hace, borra y vuelve a hacer cada año, cada día, la sabia y magistral naturaleza.
Primavera, invierno, otoño... y verano. El verano de los días de luz interminable, de los paseos matinales en busca del frescor crujiente, de las duchas frías reconfortantes, de las largas siestas bajo los árboles rodeado de las aves distribuidoras de melodías.
No le dio tiempo a regresar de aquella siesta en la que disfrutaba embelesado. De repente notó el calor de una mano que delicadamente se apoyaba sobre la suya. Era Clara, su mujer, una anciana de 96 años que le decía con voz entrecortada: “Manuel, aunque tu parálisis te impida mover uno solo de tus músculos, debes saber que estoy aquí a tu lado y que te quiero. Te quiero como siempre te he querido y estoy segura que tú, aunque no puedas expresarlo, sientes lo mismo que yo. ¡Qué bonito es estar juntos. ¡Qué hermoso es vivir!”.
Después de pronunciar esas palabras, la mujer cogió un vaso, lo levantó como pudo y cerrando los ojos respiró profundamente, pensó en el amor y se dijo una vez más en voz alta ¡Qué hermoso es vivir!
Qué Cursi.