Aquel verano para el olvido
Todas las esperanzas estaban puestas en él… Cuando llegara el verano, el calor nos daría una tregua que nos ayudaría a olvidarnos de la pandemia y el virus responsable de la misma desaparecería; cuando llegara el verano se activaría la economía y todas podríamos volver a viajar…; cuando el verano llegara retomaríamos nuestra vida y volveríamos a ver a nuestras familias y amistades, y abrazaríamos a nuestros seres queridos…
Pero cuando el verano por fin se instaló, vimos que no pasó nada de todo eso… el virus no se desactivó por el calor, la economía no remontó, porque el turismo no llegó en masa como se esperaba; las reuniones familiares y con amigas y amigos se han celebrado en condiciones extrañas, con mascarillas, con distancia de seguridad y con las personas mayores alejadas del resto, por aquello de su mayor vulnerabilidad; y mantenemos nuestras vidas en un estado de latencia, esperando que todo vuelva al pasado próximo que añoramos, a pesar de saber, que aquella realidad tampoco tenía mucho recorrido y que era preciso modificarla, desde la raíz misma, para eliminar ese neoliberalismo atroz que va de la mano del patriarcado, y que juntos dejan a las personas, y, en especial a las mujeres, en el lugar más bajo de la escala de prioridades.
Y ahora… ahora se han abierto las escuelas, lo que otorga a esta situación una pizca de verosimilitud, aunque los niños y niñas acudan a la misma con la mochila cargada de mascarillas de recambio, con geles para desinfectarse las manos y con muchos temores y angustias, que traen de ese confinamiento anterior, en el que no se les permitía salir de casa y se les acusaba de ser grandes transmisores de esta enfermedad, de la que, a pesar de los meses transcurridos desde el inicio de la pandemia, poco se sabe todavía y seguimos encontrando verdaderas paradojas a su paso.
Pero la apertura de los centros educativos pone encima de la mesa las carencias de la educación en nuestro país, al igual que en marzo ocurrió con la sanidad, evidenciando la realidad que nos han dejado los recortes indiscriminados y la privatización de lo que tiene que ver con los cuidados a las personas: hacen falta más recursos (públicos, por supuesto), para poder ofrecer los servicios, que en estos momentos se necesitan más que nunca. Recursos materiales, recursos económicos, y, sobre todo, recursos humanos.
Hacen falta profesionales que se ocupen de los centros de salud, cerrados a los pacientes en estos momentos extraños. Es preciso que la Atención Primaria se reactive, se retome la presencialidad y se vuelva a atender a las personas con enfermedades crónicas o pasajeras, más allá del covid. Al igual que es absolutamente necesario que se incremente la inversión en educación y se dote a los centros de más profesionales de la docencia y se vaya pensando en incluir a otras profesiones esenciales, como la educación social, para poder dar respuesta a todas las realidades que ya existían en la escuela antes de la pandemia, y que con ella, se han incrementado y agravado.
Pero ante esta realidad rara, hay varias ideas que me acechan y me perturban:
- ¿Cuándo todo este mal sueño acabe, volveremos a tener los servicios que teníamos antes? ¿O se va a aprovechar la situación de pandemia, por parte de los poderes fácticos, para presionar sobre las prestaciones (ya se van oyendo cosas como la congelación de los salarios del funcionariado, de las pensiones, o la paralización de las jubilaciones anticipadas) y que esta excusa se convierta en el brazo ejecutor del tijeretazo a lo que nos queda del estado del bienestar?
- ¿Cuándo la pandemia nos deje, recuperaremos nuestros espacios de participación y podremos volver a intervenir en las cuestiones que nos afectan directamente?
- ¿Seremos capaces de salir del letargo en el que nos encontramos y de reclamar lo que tan sutilmente va haciéndose normal en la “nueva normalidad”? ¿Saldremos del silencio que se percibe entre tanto ruido y tantos voceras mareando por redes sociales y medios de comunicación?
No tengo respuestas… el verano está a punto de acabar y me deja preocupada por el futuro incierto y con la añoranza de esas paellas familiares que mi querida hermana no ha podido cocinar, por el puñetero bicho con el que convive en su confinamiento, desde hace dos meses ya. Otra razón (tal vez la de más peso para mí), para querer olvidar el verano del 2020.