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Per Ricardo Almenar. Colegio Oficial de Biólogos de la Comunidad Valenciana
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¡Es la biología, estúpidos! (I)

    Una epidemia con vocación planetaria, una pandemia vírica, ha llegado hasta nosotros. Microbiólogos, virólogos y epidemiólogos la esperaban. A lo largo del presente siglo XXI se dio varias veces la voz de alarma: con el coronavirus SARS-COV en 2002, con la gripe aviaria de 2005, con la gripe porcina (gripe A) de 2009, con otro coronavirus (el MERS-COV) en 2012 y con el ébola en 2014. Pero hubo suerte. El ébola quedó confinado a África central, el SARS y el MERS demostraron una muy alta letalidad pero una muy baja o nula transmisibilidad, la gripe aviaria no cuajó y la gripe A, que sí tenía una alta transmisibilidad, se demostró mucho menos letal de lo que en principio se creyó (por debajo de la gripe estacional). Hasta que llegó el coronavirus SARS- COV-2, el inductor de la actual epidemia global, la COVID-19.

    Desde luego, éste no es el final del mundo. Ni el fin de las epidemias víricas: la seguirán otras en el futuro (alguna variedad de gripe tiene muchas posibilidades de ser la próxima pandemia). Una población mundial camino de los 8.000 millones de habitantes, crecientemente interconectada demográfica, económica y tecnológicamente representa un excelente caldo de cultivo para cualquier microorganismo capaz de infectar a los seres humanos.

    Se habla del SARS-COV-2, el coronavirus que ha provocado la presente epidemia, como si fuera un enemigo al que hay que guerrear, vencer y en última instancia erradicar. El referente bélico impregna, por ejemplo, el discurso de la mayoría de los gobiernos del mundo, del Gobierno español, sin ir más lejos. “Todos somos soldados en esta guerra” proclamó solemnemente un mando uniformado en una comparecencia de los portavoces gubernamentales. También la Oposición se apunta a la retórica guerrera (y patriótica): es el caso de Vox, para quien el virus se ha erigido en el “enemigo microscópico de España”, como ha sido así calificado en una muestra de pintoresquismo celtibérico por su barbado y locuaz líder.

    Todo este discurso es una bobada. Es inútil invocar referentes bélicos para mejor encarar la situación en que nos encontramos y, por tanto, inútil el que busquemos respuestas a la misma en los manuales del arte de la guerra. Ni Von Clausewitz, ni siquiera Lao-Tse, son de particular ayuda.

    Tendremos que caminar en otra dirección y aquí el punto de partida está claro. La epidemia que padecemos es un fenómeno biológico; con implicaciones muy fuertes de carácter sanitario, social, económico y político, cierto, pero ante todo y sobre todo se trata de un fenómeno biológico. Siendo una cuestión de tal naturaleza, cabría suponer que una ciencia como la biología tendría mucho que aportar, por más que, curiosamente, su participación en el debate mediático y socio-digital ha sido prácticamente irrelevante hasta hoy.

    ¿Y qué dice la ciencia de la vida sobre nuestra actual epidemia? Bueno, tiene la particular perspectiva de verla desde los dos puntos de vista –desde el patógeno vírico y desde el humano infectado- exponiendo que toda relación mutua entre una población infectada y un agente infeccioso resulta ser apenas diferente de los que se establecen entre un predador y su presa o entre un parásito y su hospedador. Solo en casos extremos (y altamente improbables) el predador acabará con todas (o casi todas) sus presas, el parásito depauperará hasta la extenuación a todos (o casi todos) sus hospedantes y el agente infeccioso matará a todos (o casi todos) sus infectados. Por la sencilla razón de que haciendo todo esto (eliminando o reduciendo drásticamente el número de sus víctimas) predadores, parásitos y patógenos correrían un alto riesgo de desaparecer también. Unos y otros han evolucionado juntos –han coevolucionado- hasta llegar a alcanzar un equilibrio, inestable sí, pero equilibrio. Como se trata de un equilibrio más o menos precario, cada una de las dos partes puede alcanzar una ventaja temporal e inclinar el fiel de la balanza a su lado: por eso surgen eventuales situaciones de sobrepredación, infestación o epidemia. Pero suelen ser transitorias.

    En relación al tema concreto que aquí nos interesa, el patógeno ideal –el bien adaptado- es aquel que consigue un nivel muy elevado de transmisibilidad (se contagia fácil y rápido) con una tasa muy baja de letalidad (mata poco en relación a la población que infecta). Aunque no siempre, o no del todo, ambas cosas están relacionadas: un virus muy letal no da tiempo suficiente a que el individuo que infecta actúe como un eficaz vector de transmisión. Esta última se cortocircuita. Por eso un virus como el del ébola no tiene mucho futuro en la especie humana, pero otros muy escasamente letales y altamente transmisibles –como los que se encuentran detrás del resfriado común, por ejemplo- tenderán a convertirse en compañeros habituales de la especie humana.

    Como virus nuevo –desconocido hasta hace unos pocos meses en los seres humanos- el SARS- COV-2 causante de la COVID-19 plantea muchos interrogantes. Pero sabemos ya algunas cosas de él. Para empezar pertenece a la familia Coronaviridae, como el SARS y el MERS, pero también como varios coronavirus más, responsables de buena parte de las actuales infecciones de resfriado común. Así que no se asuste el lector al oír ese nombre; es altamente probable que algún virus de esa familia le haya causado el último catarro invernal que padeció, en particular si tuvo molestias gástricas o intestinales. En el caso del coronavirus de la COVID-19 sabemos que su transmisibilidad es muy alta –al menos como la de la gripe- pero su letalidad es baja, si bien mayor que la de la gripe estacional o la de la gripe A. constituye un buen candidato para quedarse entre nosotros, particularmente si disminuye su letalidad manteniendo su actual transmisibilidad, evolución que parece la más probable. El peligro vendría de que apareciera una cepa más letal, conservando, pese a esto último, una alta transmisibilidad.

    Incluso cuando un patógeno es desconocido por el organismo infectado, éste posee una serie de mecanismos de resistencia. En los seres humanos se activan diferentes células sanguíneas y linfáticas; glóbulos blancos como los linfocitos que liberan inmunoglobulinas, proteínas de elevado peso molecular que actúan como anticuerpos. Las inmunoglobulinas M (IgM) son los anticuerpos que aparecen en primer lugar, las inmunoglobulinas G (IgG) posteriormente, siendo responsables de la memoria inmunitaria ante posibles reinfecciones. En el caso de la infección por el SARS-COV-2, las primeras aparecen a partir del 6º día y las segundas desde el día 14º; cuando la infección desaparece, estas últimas permanecen. No sabemos cuánto: si semanas, meses o años. En el caso de coronavirus próximos al que ha provocado la actual infección (el SARS-COV y el MERS-COV) los anticuerpos permanecieron al menos dos y tres años respectivamente.

    Tras estas consideraciones podemos ir a lo esencial. No es la medicina, ni la farmacopea, ni las instalaciones hospitalarias, ni el sistema sanitario, ni el Estado quien cura a los infectados por el SARS-COV-2, sino la respuesta inmunológica (biológica, por tanto) de cada ser humano infectado. En más de un 95% de los casos el único tratamiento que requerirá, si cabe, uno de estos infectados es alguna caja de paracetamol. Solo en menos del 5%, la práctica médica, los fármacos, los hospitales y el sistema sanitario alcanzarán a tener un papel complementario pero que puede ser decisivo en situaciones tanto de déficit como de exceso de la respuesta inmunitaria del infectado, especialmente en este último caso (si se da una inflamación pulmonar explosiva, algo que reviste particular gravedad). Incluso en las UCI, si más de las tres cuartas partes de los ingresados sobrevive, ello sigue siendo, en última instancia, debido a la respuesta biológica propia de los infectados. Porque, hoy por hoy, no existe ningún antiviral que haya demostrado su eficacia frente al coronavirus de la COVID-19. Al final, la biología de cada persona es lo decisivo.

    Y no solo la de cada persona, sino la biología de la población en su conjunto. En un determinado momento de cualquier epidemia (y la COVID-19 no es una excepción) existen en la población afectada tres subpoblaciones: los individuos aun no infectados, los infectados –sean asintomáticos o con síntomas- y los inmunizados, que han superado ya la enfermedad. Conforme la proporción de la suma de infectados e inmunizados se va haciendo mayor, el virus tiene crecientes dificultades de propagación. La evidencia empírica muestra que cuando una infección vírica se ha convertido ya en epidemia –y en defecto de un tratamiento o vacuna eficaz- esa epidemia no se detiene hasta que el patógeno ha infectado a una gran parte de la población, normalmente la mitad o las dos terceras partes de la misma. Se establece así una inmunidad colectiva que no es sino la conjunción de las inmunidades individuales. Incluso disponiendo de una vacuna el anterior proceso es el mismo, solo que más rápido de cara a la consecución de esa inmunidad colectiva.

    Bien, concluyamos. Una situación excepcional como la que estamos viviendo brindaba también otra oportunidad excepcional para conseguir una mejor formación de la opinión pública. El Gobierno la ha perdido, evitando explicar esta epidemia desde sus fundamentos biológicos. ¿Alguien recuerda que los portavoces gubernamentales en sus periódicas intervenciones hayan dejado claro que es (a falta de fármacos efectivos y de una vacuna), de un lado, la inmunidad individual y, de otro, la colectiva, la única opción realista para que la COVID-19 remita? ¿Y que la condición imprescindible para que una y otra cosa se den es que exista un proceso previo de infección? Al contrario, han inducido el miedo, la angustia y el sentimiento de culpabilidad en una gran mayoría de ciudadanos que han interiorizado que tanto ser infectado como infectar es el summum malus que puede ocurrir. El Gobierno ha preferido así tratar a los ciudadanos como niños o como imbéciles –incluso recurriendo a trasnochadas referencias de guerra y sacrificio-, no como a adultos intelectual y emocionalmente formados a quienes se les debe hablar como adultos. Grave error.

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