La humana bestialidad
Lucho
El capataz, los brazos apoyados en el alambrado, observaba con preocupación las primeras sombras de la noche que se cernían en el horizonte.
Frente a él, una vaquillona deambulaba por el potrero como tratando de escapar a los dolores que sentía en sus entrañas.
Era evidente que tendría dificultades para parir. Fue la brisa la que, desde las casas, le acercó la voz de Soledad, su pequeña hija.
-¡Papá, Gabriel al teléfono!
Apresurado, Eduardo regresó a la casa y tomó el teléfono.
-¿Quién?... -Inquirió con la voz agitada por el esfuerzo realizado.
-Eduardo -dijo el veterinario, -es difícil que llegue antes del mediodía. Si tú consideras necesario, haz lo posible para sacarle el ternero a la vaca, aunque tengas que sacrificarlo.
Eduardo encerró en el tubo a la parturienta, que era primeriza, y no sin esfuerzo pudo extraerle el ternero. El parto fue largo y penoso. Afortunadamente, el ternerito nació con vida. Tras depositarlo sobre el pasto, el capataz se retiró a su hogar, permitiendo que madre e hijo se reconocieran.
Con las primeras luces del amanecer, el capataz regresó al corral y con disgusto comprobó el rechazo de la madre hacia el recién nacido. Quizás lo hacía responsable de tanto sufrimiento.
Encerró la vaquillona en el tubo y le acercó el ternero, pero todo esfuerzo resultó inútil. Las ubres de la vaca estaban rebosantes de leche, pero el ternero, sin mamar, estaba muriendo de hambre y de frío.
Eduardo ordeñó la vaca, hizo una incisión en el dedo de un guante de goma, y lo utilizó como improvisada majadera.
Con infinita paciencia, confiando en salvarle la vida, trató de que el ternero tomara el calostro materno. Abstraído en esos menesteres, no percibió que la tenue llovizna iba arreciando hasta convertirse en persistente lluvia. Tratando de protegerlo de las inclemencias del tiempo, alzó en sus brazos al indefenso animal y lo depositó en el interior del galpón sobre un lecho de paja.
* * *
Desde la más tierna edad, cuando la situación lo requiere, la mujer suele poner de manifiesto su instinto maternal. Soledad tenía cuatro años y no iba a ser la excepción. Con afecto y atención, impulsó al huérfano a levantarse y a tropezones desplazarse por el amplio galpón y luego, alimentarse por sí mismo.
Milagros, la lechera de la familia, con su infinita mansedumbre, acostumbrada a socorrer a cuantos desgraciados necesitaban de la generosidad de sus ubres, tomó bajo su protección al desvalido huérfano.
Lucho, que así llamaron al querido amigo de la casa, con su gran voluntad por sobrevivir, al ir creciendo, se fue alejando; ya no dormía por las noches en la habitación de Soledad, a los pies de su cama, aunque en más de una oportunidad tuvieron que sacarlo de la cocina o del comedor.
El ayer solitario ternero, hoy disfrutaba de infinidad de amigos con los que correteaba por las praderas y no había madre que gustosa no lo invitara a merendar.
Los días fueron pasando, hasta que una tarde Lucho iba con sus amigos a beber al arroyo cuando oyó una voz que le era conocida.
-¡Lucho!...
Era Soledad que lo llamaba. El levantó la cerviz y la buscó en la distancia. Instintivamente fue a su encuentro, pero... una fuerza interior hizo que se detuviera.
La estuvo mirando por unos segundos, volvió su cabecita, vio que sus hermanos lo estaban esperando y corrió hacia ellos mientras sentía, en lo más profundo de su corazón, que en algún momento, él había sido un poco humano.
Paco, eres tan prolifico, que a veces, si en dos dias no entreo a leer loa articulos de mis amigos, editan uno nuevo antes de haber podido leer el anterior. Esto me ocurrió con este, pero afortunadamente, ya melo has pasado, lo he leido y te lo he comentado en un e mail. Yo no suelo pasar mas que una columna a la semana, que suelo colgar los viernes,....y !!!hasta el viernes!!! siguiente. Ojala tuviese tu creatividad Ya te dije, que me parece genial el cuento Un abrazo