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La Vuelta hasta el Mas de la Costa

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    La Vuelta hasta el Mas de la Costa- (foto 1)
    La Vuelta hasta el Mas de la Costa- (foto 2)
    La Vuelta hasta el Mas de la Costa- (foto 3)
    La Vuelta hasta el Mas de la Costa- (foto 4)

    De rabiosa actualidad y gracias a la Vuelta Ciclista a España se halla este rincón perdido de l’Alcalatén. Porque esta atalaya del término municipal de la bella Lucena, ha sido escenario de un final de etapa de esta carrera seguida por millones de personas. Mucha gente ha podido admirar la singularidad de estos enclaves naturales hasta hace poco desconocidos, y que ofrecen sensaciones gratas a quien ama la naturaleza y la majestuosidad del paisaje.

    Al Mas de la Costa se llega por la carretera del nacimiento del río Lucena. Una carretera con solera que serpentea por el margen derecho del río, entre pinares y frondosa vegetación, con arquitectura de piedras labradas y claras similitudes con la pista del Mas de Villalonga en Figueroles, camino del Más de la Torreta y de la Parra. El Mas de la Costa es un perfecto mirador sobre el valle del río, -un locutor decía entusiasmado que se veía el mar-, flanqueado por el puerto del Remolcador y las crestas de la Lloma Bernat. Este paraje hasta hace poco tiempo desconocido, ha saltado a la palestra por la campaña institucional: Camins del Penyagolosa. Es éste un valle ubérrimo de huertas feraces regadas con las aguas del río, por donde transita la Ruta dels Molins. Siendo hasta ayer un lugar tranquilo, aquí todo muestra un ambiente sosegado de agricultura doméstica, pinares salvajes y abruptos peñascales, por donde pululan jabalíes y cabras montesas.

    Las masías modernas se desparraman por el valle, mientras las añejas se anclan en la falda de los montes o en su cúspide, tal es el caso de la Costa cuya altura ronda casi los mil metros sobre el mar. Hace años que conozco el lugar, primero por la curiosidad viajera; después por cuestiones parentales he acudido con cierta regularidad a este oasis escondido y singular. Alguna vez he dejado el coche casi al final de la cuesta, para seguir la senda que por el camino del Remolcador te lleva hasta San Juan de Peñagolosa. En este lugar puede apreciarse el entorno salvaje de las tierras altas, donde arraigan con vigor el pino rojo y la encina con algún roble aislado. Los bancales labrados albergan cereal, almendros, cerezos y melocotoneros dulcísimos.

    Unas pobres fuentes mal sazonan los contornos y en años de sequía, a sufrir y a implorar con rogativas. La arquitectura es tan rústica como acogedora y de una ternura inconmensurable. Todo está aprovechado hasta el último resquicio desde sus muros de argamasa, la viguería de madera tosca, el lucido espartano y la pintura de cal blanca y purísima, armónica con el azul de dinteles y marcos de portones y ventanucos. Los olmos señoriales y altivos de aspecto totémico y tribal, las parras de sombras y las higueras proveedoras de manjares secados al sol. Todo en este lugar tiene un significado poético y épico a la vez. De resistencia a los elementos y al tiempo que lo ha aniquilado todo.
    El horno comunal a la vera del camino, que nos recuerda a aquellos semejantes de los pueblos, cuando el vecindario se reunía en vísperas de cualquier festividad para hacer la repostería casera.

    Destaca en este lugar la escuela rural construida en tiempos de la segunda república, de una arquitectura peculiar que se reproduce en otros muchos enclaves masoveros como la Parra, con mejor o peor estado de conservación. Y es que el término de Lucena es un mosaico de masías cual más entrañable. Su áspero paisaje de dramática orografía permitió durante siglos una vida autónoma a las familias que poblaron estas tierras escondidas y montaraces. La mayoría de estas masías están abandonadas, derruidas y casi todas saqueadas. Quedan algunos románticos que la sostienen con no pocas dificultades, y algunos jipis que las poblaron en los setenta y que ya casi han desaparecido también como las masías. ¡Porque esta vida es muy dura, no, durísima! Porque a los masoveros siempre se los menospreció hasta en sus mismos pueblos.

    Esta conducta humana de la autosuficiencia jamás ha sido valorada. El mismo enclave, la construcción a modo de fortaleza defensiva, el ciclo agrario anual con esa cultura pura y pulcra de sobrevivir contra los elementos. Son como los tuaregs de un desierto de coscoja y soledad. El clan familiar apiñado para sobrevivir en un medio hostil, la hospitalidad del desterrado con su ternura y desconfianza unidas ante lo desconocido. Un paisaje singular al que hemos abandonado y dado la espalda por una vida más confortable. Pero hay algo en nuestro interior que nos llama y atrae hacia estos lugares singulares. Deben ser esos ancestros que claman a las conciencias por ese abandono no solo físico, sino espiritual. Y queremos mitigarlo con el paseo o caminata, extasiarnos con ese paisaje y su bucólica beatitud. Parecer amar lo rural cuando la verdad es que queremos transportar las comodidades urbanas a estos enclaves. A veces es posible, la mayoría no. Por eso el abandono palmario de los masos es un hecho irrefutable.

    Las bicicletas lo han puesto de moda, la Tv, la prensa, la radio, etc. ahora aficionados del pedal se desplazarán a este enclave con su esfuerzo y sudores, emulando a Quintana, Contador y toda la peña. Eso está bien porque ayudará a las economías de estos parajes desconocidos hasta ayer. Quizás el Mas de Costa sea un lugar privilegiado a partir de ahora, ojalá. Todos andamos necesitados de vistas sublimes para mitigar tanta ansiedad y agobios. ¿Pero y las otras masías que las hay a puñados? De buen seguro quedarán olvidadas como hasta ahora, como lo han estado en los últimos sesenta años y lo que te rondaré morena.

    Pero igual que esta efeméride tan especial ha hecho que desenfunde la pluma, y hable del asunto desde otra perspectiva más modesta que las gestas deportivas, quizás alguien se conciencie que estos espacios no están muertos aunque lo parezcan. Que Jose del Mas de la Costa y Nieves del Mas de Armiñá –como otros muchos- en su juventud festejaron por estos mismos montes. Que bailaban en las eras donde se trillaba el trigo y su amor se gestó por estos bellísimos paisajes por donde las figuras del ciclismo mundial y las cámaras de televisión han hecho poner en el mapa.

    Que aún hoy, jubilados, se acercan a estos parajes para cosechar la almendra y los melocotones dulces, esos “prèsecs” que se abren con los dedos y dejan un aroma increíble con una carnadura fibrosa y melífica. O las cerezas en racimo, rojas y oscuras, jugosas y evocadoras. Eso sí, si las malditas cabras montesas cada días más numerosas e incontroladas, que lo estropean todo, no les hacen abandonar por aburrimiento el lugar. Lo que el progreso y desarrollismo no pudieron lograr en décadas, quizás lo haga la infausta intromisión de quienes con todo su poder político y social, no saben ni quieren saber de qué va la cosa por los Camins del Peñagolosa.

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    comentari 1 comentari
    Vicent Bosch i Paús
    Vicent Bosch i Paús
    17/09/2016 07:09
    Molt bé!

    I quan s'arriba a la lloma Saltadora, o un poc abans, el camí en és prou pla i les vistes impressionats! Cal estar en forma per fer la ruta des de la carretera del riu fins la falda del Penyagolosa.

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