Toca desyermar las fincas
Uno que lleva años predicando en desierto, que ha tenido que aguantar de los amigotes toda clase de sornas y chanzas a todas horas, por dedicarse en sus horas libres a gozar del campo, se alegra de ver labrantíos nuevos. Un campo arado representa la vida, porque yo hablo del campo en su versión más dura y amarga, la agraria. No la lúdica de los pateadores de sendas, de los seteros y demás invasores domingueros. Hablo de los que sudan la camisa a golpe de azada, de los que se juegan el tipo con la motosierra, de los que cavan hoyos para plantar un árbol que jamás verán en producción. De los que tienen las manos encallecidas y huelen el delicado perfume de la tierra, cuando el arado la voltea roja y esponjosa entre el erial. A esos me refiero.
Son muy pocos ya lo sé, pero van a más y no por gusto sino por necesidad. Los productos naturales son los únicos necesarios para alimentarse, y solo los da el campo. Y esa es una verdad tan grande e incontestable, que sonroja el que aún haya gentes que vean al agricultor como un ser de rango social inferior. Y claro, tonterías las justas y a buena hora. Un país rico y culto es el que venera todos los oficios por igual, pues todos son necesarios en la cadena vital, sin menospreciar a ninguno. El más alto estrato se sienta a la mesa para degustar la comida, preparada por un cocinero y con la materia prima de otros oficios, que la verdad sea dicha y hasta hace bien poco, estaban muy mal vistos. Y aquí hemos metido la pata y mucho, porque tenemos muchas carreras universitarias sin oficio, y muchos oficios sin estudios. Parece que ahora, comienzan a remontar las escuelas laborales y el aprender un oficio, no será discriminar al estudiante por no ir a la “Facultad”, palabreja que mola un huevo y que te lleva de cabeza a la cola del paro.
Andando por los caminos se ven grandes parcelas de labrantíos recientes, eso indica movimiento tras largas décadas de inanición campera. Este otoño la almendra “marcona” se está pagando bien, a euro y pico largo el kilo en bruto. Se ven cuadrillas en recogida por los campos, y otros cosechando almendros abandonados pero llenos de frutos porque vale la pena el esfuerzo. No voy a enumerar las bondades de la almendra que las tiene, como la uva, la oliva y en general los frutos de la dieta mediterránea que forman nuestro mapa agrario. Ya va siendo hora que humanicemos nuestros desolados bancales, por donde campea la maleza improductiva y corre fuegos letal. Donde el jabalí, cada vez más numeroso e incontrolado, arrasa los pocos cultivos que existen, destrozando no solo las cosechas sino los mismos árboles. Hoy no hay quien críe un árbol pequeño con frutos, es automáticamente devorado por esta puerca plaga, frustrando su vida vegetativa sin remedio. En otros lugares más montanos son las cabras, en desaforada expansión por nefastas políticas de mala conservación. Las cabras aún son peores que el jabalí, éste se apoya a las ramas y las desgaja hasta troncharlas. La cabra se sube al árbol y lo ramonea todo hasta el delirio. Al agricultor del interior , pocos y en desbandada, solo falta que le toquen más si cabe, los cataplines.
Aún y con todo, la tierra tira y como está el patio económico, volver a los campos no sería mala idea como complemento a las exhausta economías que soportamos. Saborear tus propios productos es un goce de privilegiados como ocurre con el aceite, el vino y los frutos secos. Pero el asunto podría ir a más, si más de uno se lo propusiera, y por experiencia le diría que requiere sudores, pero también regala gozosas satisfacciones materiales y espirituales. Es como ir al gimnasio pero con polvo y al sol. Al final lo importante es el movimiento. Recuerdo un día que en una comida de amigos, acerté a llevar unas almendras fritas en casa. Las había peladas saladitas, con piel saladitas y hasta garrapiñadas caseras, oye tú, éxito asegurado allí no quedó nada de nada, bueno sí, las del supermercado. Pero claro, repensando la cuestión me acordé de los arañazos de la poda en diciembre, del transporte de las ramas fuera del bancal, del peso de la mochila para matar el pulgón en abril, de los calores de septiembre arrastrando las mallas de nylón verde a varazo limpio, del transporte de los sacos al almacén, y del ruido y polvo de la peladora hasta tarde noche.
Y uno podrá decir, pues vaya faena más pesada nos cuenta este payo, pues sí y además puedo asegurar, que casi ninguno de los que se comía mis almendras de dos en dos y de tres en tres, con trago frío de cerveza para desembozar garganta, tenía ni puñetera idea de mis quebrantos agrarios, y sin contar el maldito jabalí que no deja crecer plantón nuevo. Ni a 1 € 70 céntimos están bien pagadas, pero algo es algo, y en estos jodidos tiempos es mucho.