Olor de estiércol de caballo
Cada vez doy más gracias a Dios por haber tenido el privilegio de vivir, aunque fuera ya casi al final de la época, los años de las caballerías en el pueblo. Y no me refiero a los caballos de placer y paseo entonces inexistentes, sino a las bestias domésticas de carga y laboreo agrícola, tan íntimas al sustrato local como la montaña de San Cristáfol. He podido ver los carros en el abrevadero, los hombres ya muy viejos transitar pausados al lomo y sobre la carga del serón, de palma o esparto. El martillear de los últimos herreros y esa estampa única e irrepetible de la labranza con el arado tras la mula, abriendo surcos en una lenta y calmosa travesía en ruta de bancal arriba y bancal abajo. Cuanto más avanza este alocado siglo, más añoro aquella vida sencilla y práctica del hombre integrado en su medio natural, sin adulteraciones ni decorados de cartón piedra, sino genuinos y auténticos. De aquello ya no queda nada, de nada. Se acabó para siempre y nunca jamás.
Fue hace unos días cuando llevé estiércol a la huerta de mi amigo Paco el Maño, un personaje especial de esos que existen en los pueblos con una sabiduría empírica envidiable, a quien el periódico Mediterráneo debería pagar royalties por las sobadas fotos que publica sobre el parañ y en las que siempre, aparece bajo los árboles junto a su amigo Toni el Chocolato, cuando todo era esperanza y buena fe. Y máxime si la crónica para nada le hace justicia a esa fotografía, tomada en tiempos de bondad y confianza. Pues bien, descargamos el estiércol mullido y esponjoso, trajinado en la luna menguante como corresponde, curado y hecho. Una maravilla de compost para mezclar con la tierra roja del Regatell, que esta primavera dará lozanas lechugas, cebollas y esos tomates jugosos dignos de la mejor ensalada mediterránea. Y no pudo remediárselo exclamar aquello de: ¡Qué bien huele este estiércol! Olía como los de antes –según él- y yo digo también, que olía como los que conocimos en la época narrada en el inicio de esta crónica.
Pero cómo puede oler bien un estiércol dirá alguno, si es caca asquerosa de animal que repugnaría a cualquiera. Y tiene razón. Hago memoria y me acuerdo de mis subidas a San Juan de Peñagolosa, con el mulo romo Careto en las cargas de los peregrinos de Useras, y cada vez que se aliviaba el animal, generalmente antes de acometer une empinada cuesta, no faltaba algún excursionista acompañante que sacaba los hígados, a propósito de las boñigas de Careto, o de cualquier otro cuadrúpedo de las diecinueve caballerías de la comitiva. Aquellas pelotas entre un color verdoso y amarillento, húmedas, humeantes y poco agraciadas para una pituitaria de olfato fino y remilgado. Cada vez que entre risas y gracietas aquellos caminantes se tapaban la nariz y hacían chascarrillos a tenor de la fematada, me venían a la memoria los relatos de mi abuela, de cómo se peleaban las mujeres del pueblo en los años cuarenta, por acaparar las múltiples cagadas de las caballerías por las calles del pueblo. ¡Cómo ha cambiado todo, ya nada es igual!
Pero no hace falta subir las destartaladas cuestas camino del Peñagolosa para descubrir esto, en cualquier acto festivo o cabalgata, donde participen caballos la reacción ante las boñigas es la misma, y cuidado de no pisarla ni que fuera una mina anti persona. Y dura la coña hasta que el operario recoja el mondongo con pala y escoba. Incluso en las ciudades turísticas donde es costumbre pasear con coche de caballos, les obligan a llevar paquete para no ensuciar las calles capitalinas. Ante este panorama, quien se atrevería a decir la frase de mi amigo Paco el Maño, ¡Qué bien huele este estiércol! Está claro que no, como también lo está que vivimos mundos tan distintos hoy en día que serían imposibles de cruzarse, a menos que aparecieran en un medio como éste, en forma de escrito para gritar bien fuerte: ¡Qué bien huele este estiércol! Así como el buen olor de la tierra recién labrada, de la lluvia, de los higos secos en el cañizo, del perejil del huerto o del tallo del hinojo restregado entre las manos. Y es que hemos perdido tanto, tanto, que ya nada puede consolar esa tremenda orfandad cultural, perdida en el sustrato de lo que fuimos y jamás seremos.
Volvimos a hablar Paco y yo, a tenor del estiércol. Es mayor que un servidor, por eso le pregunté por qué los hombres de nuestro pueblo, le habían dado la espalda al campo de forma tan inmisericorde. Pues en este acto extremo, conscientes o no, renegaban de todos sus ancestros y de su acervo cultural más íntimo y sagrado. Y el hecho es extrapolable a las masías de la vecina Lucena y un sinfín de pueblos de nuestras comarcas, que sacrificaron al fuego purificador de las hogueras de San Antonio, todo vestigio añejo quemado en un acto de renovada liturgia ante el altar de la modernidad, que nos iba a colmar de alegrías y quitar nuestros pesares. Que Santa Lucía nos conserve la vista, porque visto lo visto, más de uno querría volver atrás si pudiera. No hubo respuesta a mi pregunta. Cada tiempo es cada tiempo, y las cosas ocurren y ya está.
Y yo recordé entonces, una de mis primeras lecturas de estudiante del bachillerato del plan del 57, narraba las peripecias de un chico que había bajado a la capital a estudiar y sus compañeros hacían mofa y befa de él. “¿Te has fijado qué cara de pueblo tiene el Isidoro?” o simplemente prescindieran de mi para disputar una partida de zancos o pelota china y dijeran despectivamente: “Ese no; ese es de pueblo”. Y yo ponía buen cuidado en decir: “Allá en mi pueblo” … hasta que el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde que no acertaba a demostrar que los ángulos de un triángulo valieran dos rectos: “Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara”. Y a partir de entonces el hecho de ser de pueblo se me hizo una desgracia y yo no podía explicar cómo se cazan gorriones con cepos o colorines con liga, ni que los espárragos, junto al arroyo, brotaran más recio echándoles porquería de caballo, porque mis compañeros me menospreciaban y se reían de mí “. (I. El pueblo en la cara. Primer capítulo de: Viejas Historias de Castilla la Vieja de Miguel Delibes).
Paco el Maño, no me supo contestar a la pregunta, pero no le dije que ya lo había hecho muchos años antes el gran escritor castellano y premio Cervantes don Miguel Delibes. Bendito y feraz estiércol de caballo, cuyo olor sosiega y humaniza, nos entronca con ese pasado perdido sin remisión, y quienes trajinan por las cuadras saben de lo que hablo.
He de decir que a pesar de haber nacido en una época en la cual no he tenido la suerte de contemplar las circunstancias que el autor relata en el texto, igualmente siento una conexión especial al admirar ciertas usanzas del campo, ciertas guarniciones ancestrales baldadas por el paso del tiempo o, porque no, el acicalamiento del campo para su aprovechamiento. Por ello creo firmemente que el hombre posee un nexo ineludible con su pasado, que el vínculo que lo une con la tierra es más fuerte que el ensimismamiento con en el que vive instalado en la sociedad actual. Aunque eso sí, cada vez van quedando menos fuentes de sabiduría de las que aprender las rutinas de antaño. Enhorabuena al autor por el escrito.