El olivo
Ando estos días de finales de invierno trajinando bancales de olivos. La rama de la poda hay que quemarla y así, se eliminan plagas y partes enfermizas del árbol. Lo que ocurre es que aún con todos los permisos en regla y la bendición de la Generalidad Valenciana, el viento no deja prender fuego a los montones de rama, más por una cuestión de sentido común y prudencia, que por la misma prohibición. El nivel 2 te permite botar fuego con precaución, pero por estos andurriales de secano lo que parece una ligera brisilla, se convierte de súbito en una racha que arrastra la llamarada y ya tenemos el lío formado. La experiencia es un grado y por lo tanto, mejor esperar un clima más propicio.
Mientras paseas por estos campos a modo de calvario sin ermita, ni cúpula vidriada; observas estos árboles, algunos monumentales y piensas en su cuidado y conservación. Lo costoso que resulta en tiempo, afanes y dinero, mantenerlos vigorosos y productivos. Y piensas también en otros olivos, incluso más emblemáticos que no han tenido tanta suerte. Y desde este solar observo alguno, y no puedo remediar el que me den una pena terrible, ese estado de abandono calamitoso en que se encuentran. De vez en cuando veo pasar hordas de paseantes por el camino del viejo castillo, en alegre cháchara con sus garrotes y vestimentas coloristas. Andan joviales y despreocupados en día gozoso de chanzas y de fiesta. Y cada vez que los miro, no puedo remediar el pensar si alguno de estos paseantes, no tendrá bajo su dominio y responsabilidad, ejemplares de estos olivos abandonados a su suerte, carcomidos y defoliados por el repilo y la cochinilla, asfixiados de maleza y pinar salvaje.
Y claro, también reflexiono en que ellos, urbanitas de nuevo cuño e hijos del boom económico, no tienen la culpa de haber heredado una finca familiar que supone, bajo esa mentalidad señoritinga, toda suerte de quebrantos. Así que sin remordimientos ni conciencia, a los olivos, almendros, algarrobos y demás cohorte vegetal… que les den por ahí. Yo no voy a cambiar mis hábitos de ciudadano/a moderno/a por ese pedazo de terreno molesto y costoso que ni me va ni me viene. Ni tengo afición ni me interesa el asunto lo más mínimo. Conclusión. Cojonudo.
Iciar Bollaín una directora de cine española, estrena en el festival de Miami su última película, “El olivo”. Se trata de una historia escrita por su pareja Paul Laverty sobre una joven que se embarca en la búsqueda del árbol de su niñez, arrancado para ser vendido en el extranjero y por cuya ausencia el abuelo ha perdido el habla. En España tendremos que esperar hasta mayo para verla. Es pues, una historia de amor entre el abuelo, el olivo y ella. Ese olivo es su infancia, el momento más feliz que ha vivido, que le arrancaron al mismo tiempo que al olivo. Y el abuelo ha perdido la cabeza, en un silencio que nadie sabe si es vejez o melancolía.
A mí me suena cercana esta historia. Con el boom se perdió no solo el contacto con lo natural, sino también nuestras raíces. Ese árbol arrancado que se vende en el extranjero es una metáfora perfecta del poco valor que damos a nuestro paisaje. El no reaccionar ante el comercio de algo tan valioso, es tan nefasto como el abandono del árbol a tu custodia. Porque esos árboles que yo cuido hoy, como lo hacen otros muchos, no nos pertenecen. Son de la vida. Y ya estaban ahí cuando nací y seguirán estando el día que me muera. Los cuidas unos años y los dejas para que nuestros hijos lo sigan haciendo. No son tuyos, son del paisaje. Por eso arrancarlos constituye el mayor de los sacrilegios. ¡Y abandonarlos a su suerte, también!
En la película se va narrando esta historia y espero verla para reafirmar estos principios universales, que van más allá de una idea personal o querencia costumbrista. El desarrollo le ha hecho mucho daño a nuestros campos, si ese ser moderno y despreocupado que da la espalda a su heredad, fuera capaz de complementar su visión vital con el cuidado de ese rincón natural del que es propietario, y que por esa misma circunstancia nadie lo va hacer por él, la contribución a la ecología próxima ganaría muchos enteros.
Eso sin contar que está contribuyendo a conservar una reliquia arqueológica, que puede venir de la época de los romanos, de los árabes o de la época de Felipe II, vaya usted a saber. Lo que sí sabemos es las cosas no se han hecho bien, y estamos a tiempo de cambiarlas. No echemos a perder más nuestras raíces.
El amor a la naturaleza es universal, la relación con nuestros ancestros un deber de genealogía, y por ello no solo heredamos su adn, apellidos y propiedades, sino también su mundo que fue el nuestro en la niñez. Arrancar el olivo y trocearlo para leña, es una renuncia a ese mundo familiar. Colaborar a su expolio, mercadeando su esqueleto para el trasplante a lejanas tierras, constituye una traición a nuestros ancestros que se sirvieron de éste y otros olivos para sobrevivir. Abandonarlos a su suerte en los yermos baldíos, condenándolos a una muerte segura por fuegos, sequías y enfermedad, es renegar de la genética y del apellido de nuestros progenitores.
Espero con ilusión esta película de Icíar Bollaín en mayo. “El olivo”. Para entonces ya seré sesentón y confío gozar del espíritu y mensaje de “El olivo”, en defender sus raíces en su solar, que la nieta ya adulta reivindica por sus años de niñez, y que el abuelo recupere el habla y la sonrisa al ver su árbol airoso y pleno de vitalidad. ¡Cuántos abuelos de nuestros pueblos, si levantaran la cabeza, llorarían o perderían también el habla de ver sus fincas del alma! Muchas convertidas en secarrales irredentos por la desidia y abandono de sus descendientes. ¡Viva la naturaleza!, que no es solo salir de paseo o hacer running, o tener un perrito para sacar a pasear con correa y collarín. ¡Salud, olivo de ramas plateadas! De aceites generosos y de pura sabiduría, encorvada por los años de tormentas y sequías entre el cielo y la tierra.