Los niños de la guerra
Andamos absortos, mudos y de rodillas, desorientados y perplejos ante la catarata de acontecimientos que vivimos y nos sobrepasan. ¿Cómo nos puede estar pasando esto? Esa sea quizás la gran pregunta que todo el mundo se hace, y tiempo habrá para despejar una montaña de incógnitas que nos acongojan y aterran ante un fenómeno jamás visto, al menos por ninguno de los que aún estamos vivos en este mundo. Porque visto lo visto, ya nadie está seguro de nada en estos días, porque las seguridades y arrogancias se han evacuado por el retrete de los confinamientos diarios, por no llamarlo arresto domiciliario que es lo que es, por el bien de todos y cada uno de los sufridos mortales que aún resistimos.
De toda esta confusión provocada por la plaga, peste, o guerra bacteriana del COVID 19, aparte de los comportamientos heroicos del gremio sanitario, del orden público y otros sectores primarios, aparte del desconcierto del ciudadano en general y la desorientación de los gobernantes en particular, hay un elemento absolutamente aterrador: La masiva muerte de los ancianos. Una muerte que es dolorosa como todas, pero que se ceba con los cuerpos más débiles y agotados, que además tiene el agravante de que “alguien” debe elegir entre la juventud o la vejez, dicen que por falta de medios y material, ya se verá. Pero lo que es de verdad terrible, es que lo pague la generación más castigada por nuestra historia reciente. Porque son los viejos que pasan de los ochenta años, los que han tenido que lidiar con los tiempos más duros y amargos de las últimas décadas.
Si coges la calculadora y restas del 2020 al 1934 te salen ochenta y seis años, o sea que más o menos sacas la media de esa edad, quizás tenían seis años o más cuando acabó la guerra civil del 36. Eran supervivientes de los bombardeos y otras calamidades propias de una contienda, hambre, enfermedad, piojos, frío, etc. pero les quedaba lo más duro: Sobrevivir. Salir para delante en un país destrozado material y moralmente, con privaciones y sin prácticamente nada de nada, porque todo lo arrasaron los desastres de la guerra. Y sobrevivieron trabajando como negros, de sol a sol, de lo que fuera. Privándose de cualquier comodidad que hoy nos parecería tercermundista, pues ni eso siquiera.
No pudieron estudiar, ni había medios ni tiempo. La mayoría cuidaron de sus hermanos pequeños, relevando a un padre muerto o represaliado. Manos encallecidas, lomo doblado y alimentación pobre, trajeron carencias físicas de todo tipo. Muchos emigraron lejos para intentar ganarse un pan mejor. Otros trabajaban todas las horas del día, para sacar adelante a la numerosa prole a cualquier precio con el único afán de sobrevivir. Y lo lograron. Crearon sus propias familias, consiguieron un hogar que resultó confortable y apreciado en los años del desarrollismo. Sin cultura ni estudios. Con poca preparación académica pero con mucha intuición, inteligencia, habilidad y sentido común, prosperaron y lograron alcanzar una estabilidad económica y social, que permitió un cambio de régimen hacia el sistema democrático.
No querían más dramas, ya los habían pasado casi todos en su juventud y niñez. Querían para sus hijos, esos que ahora andan de los casi setenta a los cuarenta y tantos largos, lo mejor y que no sufrieran las calamidades y privaciones que tuvieron que soportar en sus tiernas carnes, curtidas al galope por la sucesión de aquellos dramáticos acontecimientos, que soportaron sin tener ninguna culpa ni responsabilidad. Por eso la Transición fue pacífica, porque ni ellos, ni sus padres fallecidos ya hace lustros, podían permitirse otro monumental fracaso colectivo como la guerra del 36. Que nadie se ponga moños en esto, fue el pueblo el que se adaptó a los nuevos tiempos, bien guiado por un consenso político que hoy se añora.
Ahora en la recta final de su vida, con el deber cumplido y los hijos más o menos cercanos, cuando no, ayudados con sus pagas de jubilación, con los nietos con sus ipad o móviles enseñándoles el progreso del nuevo siglo; se las prometían muy felices en sus hogares, residencias, asilos, etc. pero como en una pesadilla de lo peor que uno pudiera imaginarse, una plaga invisible y silenciosa que te corta el aire, se los está llevando uno tras otro, se nos mueren los viejos, aquellos niños de la guerra que sobrevivieron los más dolorosos años.
Y lo hacen muchos de ellos en la más inhumana soledad, sin la compañía de sus seres queridos a los que les dieron toda su vida y juventud, como así se lo habían transmitido sus progenitores. Muchos sin el consuelo de los sacramentos cristianos, porque son generaciones de buenos creyentes, y uno a veces piensa, si no habrá sido esa fe de sus mayores, la que les ha hecho resistir tantos temporales amargos incluso el de ahora mismo.
Me angustia pensar en esa muerte en soledad. Tan fría como la misma parca. Sin una ceremonia íntima o un réquiem de consuelo. Sin un apretón de manos de los seres queridos. Solo te das cuenta del drama, cuando te olvidas de las frías estadísticas y le pones cara a uno de esos ancianos. Una cara querida y próxima. Un rostro entrañable que en algún momento te dio la vida y te tomó de la mano en tus primeros pasos. Te guió en la vida. Y solo así, puedes pasar de la angustia a la más supina indignación, para decirte en tus adentros: “No es justo, que se vayan de esta forma” Nadie debería morir en esas condiciones, y menos ellos. Me callo el resto. Descansen en paz, los niños de la guerra. Valientes, nobles y de una pasta que ya no existirá jamás. Amén.