Los jardineros invisibles
Estamos en verano, tiempo de calores sofocantes en días largos y luminosos. Las playas se abarrotan de gentes venidas de aquí y de allá, gozan del salutífero baño marino y las múltiples virtudes del clima mediterráneo. Muchos de estos afortunados veraneantes son españoles del interior que buscan las brisas salobres y el horizonte azulado. Otros en cambio, son extranjeros venidos de territorios fríos y lejanos, que buscan paladear las bondades de esta tierra bendecida por la naturaleza, y a veces maltratada por sus nativos habitantes. Clima, paisaje, naturaleza, gastronomía, pueblos, bosques, fuentes, ríos, playa y montaña, son atractivos suficientes para que cualquier mortal, se deje seducir por las bellezas y encantos de esta tierra. Hasta por los caminos de Alcora, suelen aparecer como “avis raris” algunos de estos correcaminos despistados, en este tiempo de ardores empalagosos, buscando el refugio de la sombra reparadora de cualquier ermita campera. Es lo que se ha dado en llamar turismo rural, de interior o de montaña, porque la playa nos queda lejos aunque esté a tiro de piedra.
Cuando miran nuestro paisaje, casi nadie se fija en los jardineros mal pagados e ignorados, que cuidan del monte con sus viñas, almendros y olivares. Que regalan a la vista un jardín montaraz, que no ha nacido por generación espontánea, sino que está ahí por el sudor y los desvelos de unos hombres tan menospreciados como maltratados por todos, empezando por la administración. Hombres que cuidan y miman una parcela agraria casi improductiva, con el tesón y arrojo que solo son capaces de dar, quienes se sienten herederos de un patrimonio cultural único. Depositarios del saber y hacer de sus ancestros, y se empecinan en mantener, -más como un hondo y arraigado sentimiento de pertenencia- que por una rentabilidad material, que hoy por hoy es a todas luces miserable. Estos aguerridos y espartanos labradores del secano, tienen que librar batallas con el matorral, las hierbas invasoras, las plagas cada vez más numerosas y más complicadas de exterminar; y por si todo esto fuera poco, lidiar con funcionarios poco sensibles a su realidad inmediata. Más proclives a multar y recaudar por cualquier cosa, que a ayudarles, asesorarles y serles útiles, como servidores públicos que son y cobran.
Otro tanto ocurre con los jardineros del naranjal de la Plana. En la retina prevalece a manera de estampa amarillenta y casi heroica, como si ya hubiera transcurrido un siglo, aquel hombre que en bicicleta, “velosolex” o “mosquito”, transitaba por las calles de cualquier ciudad de la plana con el cesto en el maletero y su perrito ratonero dentro, camino del huerto familiar. Eran jardineros en mayúsculas, pues a nadie escapa que trabajar el frondoso naranjal es delicado y costoso. Este árbol que procuró buenos dividendos, que creó una sociedad burguesa y acomodada, cimiento de cultura y preludio de las futuras azulejeras que aportaron el éxtasis económico provincial; pues el naranjo si no se cuida con esmero y casi diría devoción, languidece y muere. Transformando el paisaje de un verde oscuro, vigoroso y solemne, al amarillo enfermizo y decadente. Pasando de la exhuberancia al desierto en un tris tras. En el naranjal ha pasado como en el secano, los hijos de los sufridos agricultores ya no lo son. Han estudiado carreras y títulos universitarios que se llevan muy mal con la azada y el motocultor. A todo esto, si los PAIS especulativos les han llamado a la puerta, los dineros jugosos del terreno a precio de oro, son la puntilla definitiva a la tierra ingrata e improductiva. El lema de mi amigo Guillermo que reza: “Tierra…tierra, la que te quepa en el ojo”, parece ser el himno de las nuevas generaciones que abandonaron en su día, la labor de sus padres y abuelos.
Unos y otros, tanto de secano como de regadío, siguen siendo jardineros ignorados e invisibles. Aunque estén reflejados en los versos del himno regional, de insignes poetas de la tierra como Bernat Artola, Miquel Peris, Vicent Andrés Estellés, o en las páginas literarias del insigne novelista Vicente Blasco Ibáñez, o en los cuadros de Joaquín Sorolla, Porcar, Puig Roda, González Alacreu, etc. la estampa agrícola, ha devenido en una ensoñación costumbrista para decorar paredes con óleos enmarcados, y a veces hoy, ni tan siquiera eso. Con la irrupción del arte moderno o de vanguardia tan en boga, predominan los motivos abstractos y las lampadas de colores vivos y expresivos, con retóricas explicativas tan surrealistas como quiera el autor. Nadie las entiende.
La feraz huerta de Valencia es un reducto pequeño en comparación a lo que un día fue, casi un parque temático capitalino. Las llanuras de las vegas colindantes cambian el verde esmeralda por un agostado yermo, como hiriente semáforo que nadie parece ver, y que vocea a grito pelado que algo no encaja. Los secanos son andurriales donde campa la maleza, los bancales productivos son estampa de museo etnológico. El anárquico pinar lo invade todo, como una plaga lenta que se extiende junto a un manto de aliagas, conformando un letal maridaje que desertiza la tierra, propiciando el seguro incendio forestal, -cíclico y criminal- que acabará por aniquilarlo todo para varias décadas. Esto no es el relato de un visionario apocalíptico, solo hay que tirar de hemeroteca, patear el campo y abrir los ojos. Demasiadas veces no somos capaces de observar la realidad que nos rodea, aunque nos vocee al oído su desesperación. Tenemos atrofiados los sentidos entre otras muchas cosas..
Como tampoco somos capaces de ver a esos jardineros ignorados e invisibles que cuidan arboledas, labran los campos, construyen y reparan las artesanales paredes de piedra seca, (que en Mallorca fotografían los turistas alemanes), conservan viejas sendas y caminos olvidados, son recolectores de los bienes y usos de la tierra con una sabiduría empírica, que ya quisieran para sí los licenciados del gremio. ¿Pero en verdad son invisibles? Claro que lo son, desde el momento en que muchos creen, que cuanto vislumbran en el paisaje rural por el que transitan ya sean: ciclistas, excursionistas, viajeros, deportistas, etc. ha nacido por generación espontánea y no por el sudor, esfuerzo, trabajo y dineros de los agricultores ignorados. Son invisibles, cuando alguien les roba las uvas, los higos, las naranjas y el fruto de su trabajo. Invisibles, cuando los de medioambiente les acosan por nimiedades, sin percatarse que ellos están en su terreno vital, mucho antes de que nacieran. Invisibles, cuando la Administración se gasta el dinero en fastos, o asuntos fútiles y frívolos. Invisibles, cuando la sociedad en general no se percata ni valora su colosal labor.
Si a estas gentes de la ruralía, les dieran un pequeño montante para la conservación y producción de sus tierras, a deducir del producto final o no. Si se canalizaran sus frutos de excelente calidad a los mercados internacionales, pagando al agricultor precios justos, todo cambiaría. Se acabaría el paro. El paisaje sería magnífico, a prueba de turistas exigentes y de calidad, que mantienen en la retina -como una postal amable-, las viñas y lavandas de la Provenza. O las añejas casonas de la Toscana, ancladas sobre un cuidado olivar, envueltas de alamedas de cipreses, como árbol de elevación espiritual y no de tétrico camposanto. Cultura mediterránea en mayúsculas y economías para conservarla en buen estado. Extraño cóctel, inédito cóctel diría yo. Hasta el manoseado y politizado medio ambiente ganaría por sí solo la batalla final. ¿En verdad es esto una utopía? ¿Y si no lo es, cómo es que nadie lo ve y se pone manos a la obra? Son hombres y mujeres invisibles, sí, y afortunadamente están ahí todavía. Y no por mucho tiempo.
VICENT ALBARO – 10 de Julio de 2013 - Festividad de San Cristóbal.