Gatos en amoríos
Fue anoche, con la luna en menguante y cerca de la fuente nueva. En esa luna de enero, la más brillante del año según dicen, en retroceso luminoso y languideciendo tras los montes, cuando escuché los “mioles” gatunos. Una serie de gritos entre aserrados y lánguidos, que acongojan en la negrura nocturna al más pintado. Y es que los gatos andan en amoríos por estas fechas, y yo hacía tiempo, mucho tiempo que no escuchaba esta sucesión de alaridos que me remontan en el imaginario, a los dulces años de la juventud perdida, y que mira por donde coincide en todo, cuando nuestro pueblo era eso, pueblo. Cuando no era un híbrido entre ciudad, que no lo es; ni un pueblo, que no lo es tampoco. Y que alguien me diga entonces, si es que lo sabe, dónde nos hallamos exactamente ahora para que me aclare.
Como decía, los mininos se comunicaban con ese lenguaje gatuno ininteligible, no sabes si andan a la gresca en peleas por copular, o se lanzan frenéticos piropos felinos de yo te quiero, pero tú más. La cuestión es que no abundan estas orquestas por nuestra población, al menos por el centro, y a veces ni siquiera por los andurriales; aunque es más fácil gozar de este auditorio orquestado en la nocturna quietud invernal. Y es que lo que parece un fenómeno extraño o inusual, no hace tanto era de lo más común del mundo. Con lo que convenimos a las claras, que el gato está en peligro de extinción. Si no fuera así, los referidos conciertos se escucharían por doquier, y para nada. Y están en peligro como otras tantas cosas que ha arrasado la modernidad. Al menos los gatos domésticos útiles, los de antes, esos rayados atigrados, rojizos o grises. O los pardos lebreles, o esos negros como la gola del lobo que daban miedo, los manchados de colores, blanco, negro y marrón, como los caballos salvajes del oeste americano. Esos gatos, ya no existen.
Eso sí, los de angora, los persas, el siamés, etc. esos que son producto del esnobismo y la moda (y muy caros) pululan a sus anchas; ahora bien, los de toda la vida… a esos que les den. En esto pasa como en los pájaros, de tener jilgueros y canarios en el balcón, hemos pasado al agaporni, la ninfa, la cotorra argentina y hasta el loro pirata. Joder cómo está el patio. Pues qué quieren que les diga, uno que es romántico y ya chochea, prefiere los gatos en su salsa. Pues sí, los de toda la vida. Los que sestean sobre una pared del patio, los que roban las longanizas del pedrizo de la cocina si no andas con ojo. Los que les plantan cara y se cepillan a ratas como conejos. Los que pasan ante ti, ignorándote, despacio con la cola alzada, con un porte de aristócrata que ya no se ve. Los gatos dueños de la casa, que entraban y salían por el orificio de la gatera a cualquier hora como si el “franco per nocta” militar, lo hubieran inventado ellos. Los de las peleas a modo de navajeros, a vida o muerte, en reyertas de amores. ¡Ay, los gatos! Dónde estáis que no os veo por más que miro.
Nosotros tuvimos un gato negro cuando vivíamos tras los hermanos. Un gato que nació en una “pallissa”, eso era típico de la época, y que apareció en casa de la mano de Toni Canari, como quien deja un recién nacido a la puerta del hospicio. Aquel gato era una fiera, tenía al barrio amedrentado con sus correrías. Nunca sabías si entraba o salía, cuando te miraba a los ojos con el iris amarillo te acongojaba. Imponía presencia majestuosa y lo controlaba todo. Ágil y contumaz, cazaba golondrinas en plena calle con vuelo rasante. En las noches de enero, las batallas eran múltiples y los maullidos rutinarios, volvía a veces herido a casa, como retornando de la guerra. En aquellas calles tras los hermanos y a los pies del Gurugú, (y por todo el pueblo) los gatos tenían su importancia y eran apreciados. Porque en los linderos de las casas y por el centro urbano, se agolpaban corrales y también eras de trillar el grano con palloza, y huertos colindantes; y ese era su medio natural de existencia. Es como si al desaparecer todo esto, al soterrarlo bajo abigarrados bloques de cemento, hubiéramos enterrado también a los gatos. Aquellos felinos que eran tan domésticos como salvajes, independientes y arrogantes, útiles y serviciales, entrañables; formando parte del paisaje humano, hoy tan irreconocible.
Y conste que la chiquillería de la época no eran santicos, porque apedrear gatos formaba parte de los juegos de entonces. Pero aún así, era respetado y temido, tenía hasta una leyenda honrosa, los mayores te aconsejaban no acorralar nunca a un gato, pues podía saltarte a la cara y arrancarte los ojos con sus uñas retráctiles. Era parte del adiestramiento a uso: Ojo con los “ sagineros” en el mes de mayo, mirar antes de cruzar la carretera, no bañarse hasta hacer la digestión –dos horas por lo menos-, ojo con los alacranes bajo la piedra, los avisperos en el río, etc. etc. salías de casa con el manual de supervivencia aprendido.
Al final convienes que la relación con los gatos en tu vida, ha sido de amor odio, que ha derivado al final en gozosa admiración cuando los recuerdas en todo su apogeo. Me duele verlos aplastados en la carretera como un guiñapo andrajoso y sanguinolento, o ignorados como bultos en extrarradios sin su ambiente natural, alimentados de la caridad por gentes sensibles como mi prima Mari Carmen. Ya ves tú, los altivos e indomables gatos, tener que recurrir al pienso industrial de la mano caritativa de una amante de los animales. Bravo por esta mujer, y mal porque esto demuestra que no hay lugar para los gatos en nuestro mundo. Y suma y sigue.
Así que esta anoche después de cenar, bajaré a la fuente nueva, donde los ruiseñores trinan por las noches de primavera. Otearé la luna menguante, y mientras escucho el rumor del agua que me enerva y serena a la vez, intentaré buscar en la oscuridad a los gatos y sus cuchicheos o alaridos. Los oiré con el fervor adolescente de quien se siente un privilegiado, por gozar de este espectáculo natural, al alcance hoy de muy pocos. Y en esa soledad, cerraré los ojos para reencontrarme con el gato negro de mi niñez, el vigilante de la casa y alrededores, el que erizaba el lomo cuando mi mano infantil lo acariciaba y ronroneaba su cabeza entre mis piernas. Y dispuesto a reconciliarme con él, por aquel nefasto día, que se zampó el “tirolí” de la jaula, el único que tenía para cazar al “ramet”, y que por ese imperdonable crimen, me arruinó la campaña.
Tenía diez años cuando aconteció este suceso terrible, y hoy, cincuenta años después firmo la paz con su espíritu gatuno, otorgo mi perdón a su afán predador, consciente de estar obrando en justicia, y al mismo tiempo, imploro cordura y sensatez humanas por muchas cosas que no quiero ni nombrar. Así sea.
Bona narrativa, Vicent!