Ermitas, San Vicente, espigas y más
En estas jornadas de la Pascua, muchas personas se desplazan a los lugares de culto camperos que denominamos Ermitas. Allí se celebran actos conmemorativos al titular del santuario, generalmente un santo de especial devoción o al mismo Jesús y su madre la Virgen María. Toda la geografía hispana está salpicada de estos edificios, generalmente modestos, pero es en la región valenciana donde en mi humilde opinión, adquieren especial relevancia, con sus características cúpulas de tejas vidriadas y azules. Y por encima de todas ellas, las dedicadas a San Vicente Ferrer, patrón de todo el Reyno de Valencia.
Para definir la ermita, reproducimos un texto de las páginas 63-65, del Libro de Peregrinos de Alcora de este autor, que dice así: “Las ermitas son centros de religiosidad popular esparcidas por nuestras tierras, de gran contenido humano y social, pues en ellas ha transcurrido la vida de los pueblos y son testigos de su historia, cultura, tradiciones populares, fiestas, romerías y peregrinaciones. Las ermitas constituyen un rico patrimonio de la humanidad, no siempre valorado ni conservado. En estos templos se venera a los santos, reliquias, a Jesucristo y la Virgen. Su emplazamiento no fue elegido al azar, sino que tenían que ser propicios para la manifestación del poder sobrenatural. Generalmente son lugares del campo con fuerte arraigo simbólico para la comunidad agrícola y ganadera, como fuentes, cimas de montaña, altos o cruce de caminos, grutas y cuevas, etc. Son lugares de sosiego espiritual. La sombra y frescura que procuran tras un largo caminar, la suave penumbra que conlleva paz y silencio. Oasis de fe levantados por los antepasados, la mayoría no tienen un aire pomposo y barroco, más bien son humildes y cercanas, asequibles pero no menos consagradas. De fachada sencilla con espadaña y campana, una ventana pobretona casi una aspillera de aire militar, el suelo de barro, piedra o baldosas cerámicas. Una mezcla de austeridad y consuelo a la vez, pequeñas, pobres, recoletas y al mismo tiempo, con un severo sentido de integración en la naturaleza. Eficaces para cumplir sus objetivos, pues durante siglos, han sonado las palabras del intenso poema de la consagración eucarística. En ellas, el pueblo siempre ha pedido al cielo por sus más elementales necesidades de supervivencia material y espiritual.
La umbría y el frescor alegre de las ermitas, a veces saqueadas, profanadas y derruidas por los avatares de la historia, son un hito reconfortante en medio de nuestro paisaje, tan áspero, desolado y a veces implacable. Esos solitarios espacios, jalonados de silencios, nos darían a todos, si las observáramos con atención y cariño, una soberbia lección de historia y etnografía además de su gran riqueza espiritual, demasiado imperceptible por el griterío de la vida moderna”.
Nuestra villa es rica en estos santuarios camperos, el Calvario, hoy ya dentro del cinturón urbano, que no antaño; san Cristóbal en lo alto de un cerro, san Vicente en una hondonada de verdores solícitos y rica en manantiales acuíferos y el Salvador, más agreste y montaraz que bajo el castillo de Alcalatén, fue la primera iglesia cristiana de la comarca tras la reconquista de Jaime I. Por ello, no es extraño que exista entre los habitantes especial interés por ellas, y que ha contribuido a su sostenimiento y reconstrucción dado el caso. Los artistas las han pintado en lienzos, murales, papel, cerámica y esculpido en tallas para adornar cualquier rincón de los hogares nativos. Es una característica peculiar que ya existía mucho antes del invento del turismo, hoy tan en boga.
¿Pero de verdad conocemos nuestras ermitas? Seguramente sí, pero no lo suficiente para admirarlas en todo el sentido que debería, para ser conscientes del gran papel que han representado para los habitantes de estas tierras. He contado la anécdota de por qué a San Vicente, le ponen espigas en su mano predicadora, y la repito una vez más. Durante la huitá, que era el espacio tiempo que el Santo se trasladaba a la iglesia parroquial, algo así como la Virgen del Rocío que de su ermita la llevan a Almonte, se imprecaba la lluvia con fervor inusitado. En aquella sociedad agrícola la lluvia en este mes de abril. Era y es determinante para salvar las cosechas. Entonces sin pantano y con poca agua de riego continuo, se sembraban los secanos de las más variadas legumbres y cereal. Alimento para las personas y animales de carga, sembrados con anterioridad pero que necesitaban esa agua para fructificar.
No es tan descabellado en aquella sociedad primitiva, pedirle al pare Sant Vicent, ducho en abundantes milagros, que trajera la lluvia a los campos para salud y vida de todos. Conservo una carta manuscrita fechada en 1905, en la que un alcorino le escribe a otro foráneo, que. “ ese año no subirá a la hermita de San Vicente, porque la tareas de campo se lo impiden”. Que otro año será, y con harto dolor se lamenta de esa imposibilidad. Sic. Por ello, las espigas en la mano airosa de San Vicente es un clamor del pueblo, pidiéndole socorro con la mayor devoción. Si a ello añadimos los textos de los Gozos cantados a coro, la gran historia de las ermitas se transforma en épica. Todo esto y más descubren o reviven, quienes cada año, salen de peregrinos.
Y no podemos alegar ignorancia, más bien dejadez. Pues si hace décadas era imposible o muy difícil acceder a textos e información sobre el tema, hoy existe abundante bibliografía al respecto y al alcance de todos. Solo hace falta abrir unas páginas y saborear los textos que nos muestra un libro ilustrado con bellas fotografías, no solo el de las Ermitas referido, hay otros como los compilados por el cronista Jose M. Puchol, asequibles en cualquier establecimiento del ramo, que derrochan información y te acercan a ese mundo que nuestros mayores levantaron con todas sus fuerzas y empeño. Está bien ir de fiesta y romería, músicas, feria, almorzar y pasarlo bien. Pero con todo eso, es aún mejor, tener conciencia de qué estás haciendo en ese lugar, y qué es y significa, todo lo que te rodea. Curiosidad enciclopédica dirá alguno, ¡No!, amor filial verdadero, digo yo, y lo suscribo.