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Per Vicent Albaro
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Emigrantes, esos dulces foráneos

    Eran inconfundibles al verlos pasear por el casco viejo. Escudriñándolo todo, se diría que andaban saboreando el aire, la luz, los cielos azules donde se recortan los edificios más emblemáticos, siguiendo a pie juntillas la etérea carta del menú de la nostalgia. Y digo eran, porque hoy en día ya son muy pocos. Es cosa de antes, cosa antigua y casposa, pues muchos son los que se fueron a mitad del pasado siglo, buscando aquello que no encontraron por los caminos de su villa natal. En casi todas las familias nativas hay alguno. El verano es su temporada perfecta, rayana a las fiestas grandes del Cristo a finales de agosto, como si una brújula interior les guiara por los océanos de la vida para volver. Como si un imán invisible les arrastrara al dulce aroma del hogar, ese que huele a chimenea de leña de algarrobo, a cal húmeda de tosca estancia desinfectada, a sábanas de tierna cuna sobre un jergón relleno de añoranzas. Los puedes ver en estos días de verano pasear por el casco viejo, buscando reconocer un detalle cálido, una evocación de la frágil memoria, entre tanto desatino como anda suelto.

    Y no hablemos de reencontrar a sus gentes más cercanas, pues a muy pocas hallarán de su tiempo y menos que les recuerden con cierta claridad por su cambiada fisonomía. A veces el camposanto es la mejor platea para buscar a aquel amigo de juventud, o al pariente lejano que se perdió entre las fragosas calendas de cualquier tiempo pasado, ¡Y es que ya ha transcurrido tanto y han pasado tantas cosas! Yo siento una terrible ternura por estos paisanos lejanos, estos dulces foráneos que vuelven a su hogar, como un Ulises cualquiera que retorna a los brazos de su amada Penélope. Sólo que en este caso, la susodicha Penélope, ardorosa y enajenada por falsos amores, ha hilado tanto y ha sido una tejedora tan diligente y tan a destajo, que no hay casi nada reconocible para aquellos ojos cansados, que abandonaron un pueblo agrícola de interior y se encontraron décadas después, con una urbe industrial, moderna, un tanto anárquica y muy populosa.

    Si yo pudiera, si estuviera en mi mano os juro que le devolvería al pueblo por un tiempo, esa pátina original y a todas luces imposible, en la que quieren verse reconocidos. Envidio a esos pueblos que cuando regresan los emigrantes, todo parece estar en su sitio: la fuente, el viejo nogal, el corral de la tía huraña, la mercería de la tía tal, el bar del tío Pascual, los lavaderos comunales, la cruz de término, las huertas… es como si no hubiera transcurrido el tiempo. Diríase que tras el cristal con visillos de vainica que filtran la luz del ancho ventanal, está aún la hija del alcalde campechano de la época, riéndose a carcajadas por cualquier chiste gracioso de su tata. Si yo pudiera y por un instante, les devolvería ese recuerdo que buscan afanosamente y que jamás podrán encontrar. Porque esa imagen, la necesitan para sentirse vivos y ratificarse en sus adentros, que una vez fueron inocentes niños en brazos de sus padres. Con ese recuerdo hecho realidad, podrían transmitir a sus propios vástagos, lo que ellos palparon y amaron en su infancia. Es necesario volver a la cuna antes de morir, volver al origen antes de partir a un viaje sin retorno, haya sido o no grato. Y no es éste, mal que nos pese, un lugar demasiado amable, ni vivero de ternuras para los dulces foráneos que buscan rememorar en el solar de sus vidas. Ya no sólo porque hoy en día es un paisaje desconocido, sino demasiadas veces por el carácter adusto (grec) del paisanaje.

    Ya no quedan muchos foráneos por retornar, pues son varias las décadas que no emigra casi nadie. Los más viejos mueren, sus hijos se desligan y pasan totalmente del asunto, si no mantienen cuidadas relaciones de amistad o parentesco amable; de los nietos ni hablamos. Bueno ahora que lo pienso, en estos tiempos están emigrando muchos jóvenes al extranjero, pues aquí no tienen claro su futuro. Igual que en el pasado siglo, la historia es caprichosa y parece repetirse. Quizás sea en décadas próximas cuando regresen los nuevos y dulces foráneos, que rebuscarán en lo que buenamente quede, sus orígenes remotos. Quizás movidos por esa fuerza extraña del ser humano, que añora reconocerse siempre en su génesis. Seguro que pasearán por el casco viejo, mirada elevada buscando registrar alguna cosa con que extasiar su espíritu, ebrio de recuerdos y nostalgias del pasado, de ese que siempre fue mejor. Y es que aunque no queramos reconocerlo, el ser humano es un empedernido romántico aunque algunos quieran disimularlo casi siempre.

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