Cuando la cerámica tiembla
Nacimos en una tierra de barros. Caminos embarrados, calles embarradas y hasta casas hechas de barro. Pero este barro era especial, plástico, se podía manejar y con habilidad domesticar hasta darle formas concretas, prácticas y hasta artísticas. Los niños jugábamos a hacer figuritas de todo tipo con este barro, los mayores se ganaban la vida con él, fabricando losetas que llamábamos azulejos. Las fabriquitas rodeaban el pueblo con sus grandes naves y chimeneas echando humos, con las eras donde destripaban la arcilla con rodillos cónicos a tiro de mula primero y de tractor después. La materia prima del barro estaba al lado de casa y el trabajo bien remunerado también.
El azulejo, sacó al pueblo de la pobreza agrícola, que apenas daba para subsistir con cierto desahogo y dignidad. Al maná de la cerámica acudieron gentes de todas partes, que de bien seguro allí lo pasaban peor, porque uno no se mueve y abandona su patria chica, si no le empuja una gran necesidad. Así que el pueblo recibió un aluvión de inmigrantes que se asentaron donde buenamente pudieron, y entraron a trabajar en las fabriquitas de azulejos, donde había buenos jornales y que cobraban en metálico en sobre semanal. Para muchos, venidos de zonas rurales de Andalucía y otros lares, posiblemente fuera el primer dinero en efectivo que manejaban en su vida, fruto de sus sudores en una época donde la maquinaria que asiste la fuerza bruta, era inexistente o escasa.
Los azulejos se vendían bien y todos prosperaron, fabricantes y productores. Con los altibajos propios de los ciclos económicos, el sector azulejero fue acrecentándose y potenciando su expansión con nuevas tecnologías y materiales. El pueblo prosperó, cambió su fisonomía no siempre para mejor, alcanzó un nivel social impensable en su solar agrícola que fue perdiendo fuelle a los pocos años. Nadie se resistía a los buenos sueldos fabriles, con su horario medido que daba tiempo para el ocio y el esparcimiento, mientras los trabajos camperos exigen mucho sacrifico con horarios intempestivos. No había comparación posible. La suerte del campo, que otrora presumió de grandes cosechas de algarrobas, viñas y otros productos agrícolas, al igual que su mundo, esa suerte campera ya estaba echada.
Los lugareños, salvo contadas excepciones, abandonaron las tierras. Unos las vendieron, otros las dejaron yermas, y a los más afortunados con bancales próximos a las fábricas en expansión, les tocó la lotería, pues esos terrenos agrícolas se pagaban a precio de oro. La cerámica trajo riqueza y bienestar, los trabajadores lograron comprarse una casa o mejorar la que tenían, poder acceder a bienes de consumo impensables años atrás. Hasta los hijos de estos trabajadores con aptitudes, cursaron carreras universitarias o buenos oficios que les proporcionaron un nivel de estudios superior a sus progenitores, y por lo tanto mejores condiciones laborales, profesionales y económicas.
Con buenos sueldos se podía vivir cómodamente, tener la casa bien montada y hasta un apartamento en la playita próxima o una casa rural bien acondicionada. Viajar por todo el orbe, pues las vacaciones ya no se trabajaban como sus padres de afán ahorrador, sino que se disfrutaban a todo tren en cualquier lugar y punto geográfico. No voy a extenderme en las bondades que generó el trabajo en las cerámicas, fruto de la visión y riesgo de emprendedores y luchadores como pocos, así como del trabajo meticuloso y cuidado de sus trabajadores. En una palabra, las fábricas de cerámica cambiaron la vida de todos, los lugareños y los venidos de lejos.
Y esta visión, muy somera y generalizada, se extendió a varias comarcas en lo que más tarde se denominó el triángulo azulejero. Se creó una riqueza que fue envidia de propios y extraños, pues todos se beneficiaron de un producto que nacía y se elaboraba aquí con la tierra de las minas de aquí, y el esfuerzo y maestría de las gentes de aquí. Del barro nacían productos que la gente pagaba y se instalaba en su casa. Como siglos atrás ya hacían las cerámicas finas de Aranda y las alfarerías, ladrilleras y tejerías. Fruto del trabajo y habilidad, se elaboraba un producto que se convertía en dinero a repartir entre toda la cadena productiva. A eso se le llama crear riqueza. Porque en su afán exportador y expansivo, no solo se beneficiaban los actuantes en el proceso de elaboración, sino que aportaba divisas extranjeras a la nación para mejorar inversiones públicas, además de extender una red comercial amplia y tupida de comercios por todo el mundo. El barro con el fuego, dando vida a un sinfín de gentes y lugares, creando bienestar y progreso de la mano de unos valientes emprendedores. Esa es a grandes rasgos, la historia de la cerámica en nuestra tierra.
Hasta ahora. Y no es de ahora. Cambiaron las modas y los usos. Lo que dio riqueza y bienestar a un sinfín de gentes, que dejaron su pueblo natal para afincarse a esta parte del territorio patrio, comenzó a ser discutido y en muchos casos desprestigiado. Es como si llegado el punto, las fábricas molestaran y ya no eran necesarias para sobrevivir. Se había perdido con el tiempo la conciencia que atrajo a este duro trabajo, la necesidad de tanta gente. Como decían los viejos, el bien hace mal.
La cuestión es que por unos y por otros, comenzó una lenta decadencia de este mundo cerámico. Las pequeñas fábricas, de multipropiedad de antiguos trabajadores, de saga familiar, o simplemente de modesta producción, que hasta entonces habían sobrevivido a los embates del tiempo, ciclos económicos, gobiernos y competencias, comenzaron a cerrar sus puertas, sin visos de apertura inmediata. Las últimas crisis fueron demoledoras. Se crearon grandes grupos que absorbían algunas pequeñas, y competían entre ellos en producciones y tecnología, mientras las de esmaltes y maquinaria se deslocalizaban en otros países del orbe. El pequeño paraíso creado, empezaba a dar señales de agostamiento.
A la interminable sucesión de crisis intermitentes que ha sufrido la cerámica y que se traduce en un rosario de éxitos y fracasos de todo tipo, quiebras, ruinas y despojos, se ha sumado al final, una crisis energética debida al precio del gas natural, que hace inviable la producción a precios competitivos que puedan asumir los agresivos mercados. Si estás fuera de mercado no vendes, y si tu no vendes, venden chinos, indios, brasileños y toda una pléyade de nuevos fabricantes, así que te toca parar. Y parar en la cerámica es algo muy serio, porque se traduce en inmovilidad de servicios, paro laboral y pérdida de mercados muy difíciles de recuperar.
Deberán todos los actores de este complejo puzzle colectivo, poner sobre la mesa lo mejor de cada uno para resolver este conflicto que puede desembocar en un verdadero drama. Mira que ha habido momentos duros y agrios en el sector, pero éste en concreto, pinta en bastos. La tormenta perfecta decían algunos no hace mucho. Y a mí lo que más me escama, es que pocos son capaz de mirar de dónde venimos. Algunos pueden pensar que la cerámica es una máquina de hacer billetes, quizás lo fue en algún tiempo, pero hoy no da para mucho más que subsistir y pagar facturas. Y más en mi pueblo, donde crecimos entre el barro, donde ya no queda casi nadie que se atreva a montar una industria cerámica, ni de otro tipo. Los genes de los antepasados, ya son historia. Y de la historia pueden vivir cuatro, pero todo el pueblo va a ser que no. Es muy plausible recuperar la Real Fábrica, pero es mucho más importante tener fábricas reales que den trabajo a la gente. Volver al campo es una utopía tan inútil como impensable. Que Dios reparta suerte.