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Crisol de fiestas mundanas

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    Crisol de fiestas mundanas- (foto 1)
    Crisol de fiestas mundanas- (foto 2)

    El calendario festivo de Alcora, se ubica en tiempos de pre cosecha, en este caso de la algarroba. A finales de agosto, este fruto leguminoso cuelga ennegrecido de las ramas de los algarrobos a la espera de que al mes siguiente, comience su recogida. Esta villa tuvo su importancia en esa recolección que dio mucha riqueza en tiempos a sus moradores. De aquello no queda casi nada, pues la industrialización acabó con ésta, y otras muchas actividades agrícolas hasta  hacerlas desaparecer.  Así que las fiestas mayores se celebran en ese espacio de casi final de verano, en torno a la aparición de un Crucifijo en una casa de las afueras de la población, tras dar posada a unos peregrinos. Al considerarlo los de la villa un hecho milagroso, realizaron una procesión el último domingo de agosto, y así comienzan a desarrollarse a su vera, una serie de actos más mundanos que constituirían la matriz de lo que hoy conocemos como las fiestas del Cristo. Dicho a grandes rasgos  y para no cansar.  

    Con la llegada de las fiestas patronales una avalancha de sentimientos anidan en el paisaje humano. Desde la ilusión desmedida de la juventud, ávida de sensaciones y emociones fuertes, a la casi monacal resignación de los mayores que habrán hecho  selección de actos, más o menos soportables y al gusto personal de cada cual. Las fuerzas son las que son, y la maratón de seguir el programa a rajatabla, ya es un imposible como otros tantos. Como quiera que fuere y al margen de gustos y opiniones, las fiestas albergan una carga fuerte de emociones que penetran en el espíritu colectivo de los villanos, cada vez más individualista y aislado. Y es, y con muchos factores en contra, la sensación de pertenencia comunal. Porque hay actos que atraen de forma generalizada, toros, bailes y la procesión al calvario, donde creyentes de primera y tercera división, agnósticos, ateos y “melabufetot”, retoman cirio en mano, el caminar que durante generaciones hicieron sus padres y abuelos, con blusa, chaleco, traje de popelín, del corte inglés o camisa de transpiración agradecida, ante el sopor pegajoso de esa tarde de agosto.

    El Cristo del Calvario es un imán para los alcorinos, y aumenta aún más su atracción, para aquellos que residen ausentes a lo largo del año. Las incontables y discretas visitas que recibe esa imagen en su camarín, son la prueba irrefutable de su magnetismo secular que no ha desaparecido, a pesar de la secularización de esta sociedad melindrosa de hoy día. Si los ruegos, plegarias, gratitudes que en secreto allí se confían por abrir el corazón humano, doliente o agradecido, con lágrimas o sin ellas, pudieran saberse, no cabrían en ingentes y voluminosos libros. Porque ante la apariencia de futilidad o menfotismo, el ser humano tiene necesidad innata de trascendencia. Le va con marca de la casa, aunque muchas veces no se da cuenta o no lo quiera reconocer. 

    La vida no es ningún camino de rosas, los tropiezos y las desgracias se suceden con impasible regularidad, secuencia que cuando toca, hiere y marca con dolor, por ello hay necesidad de protección y de consuelo, por ello ante el fracaso de humanas ilusiones que se trastocan a la primera de cambio, toca rehacerse del golpe cuanto antes y en ese trance, subir hacia la colina de cipreses suele ser un acierto anímico trascendente. ¿De qué, sino, los antiguos veneraron ese monte?

    Aquellos que dormían en colchones de lana o de hojarasca de panochas de maíz (màrfega de pallarofa). Que labraban al arado, a base de mulo, hasta la última terraza de los intrincados bancales del monte, para plantar un olivo o un algarrobo con afán productivo. Aquellos que cortaban garrigas o malea, para llevarlas con caballerías a los hornos árabes y así cocer, tejas, ladrillos, lozas, cacharros y azulejos varios. Los que regaban las huertas cuando tocaba tanda a intempestivas horas, y los que ponían orden y paz ante reyertas de consecuencias inciertas, por aventajar tiempos y robar aguas de otros. Aquellos que salían a comerciar por otras tierras lejanas, toda clase de quincallería y plumeros. Los artesanos que remendaban todo, de todos. Los pastores que cuidaban en las majadas, aquellos rebaños guardados en tantas corralizas que salpican los cuatro puntos cardinales del término. Los agricultores del cáñamo, la seda, los algarrobos, las hortalizas, los frutales, olivares y naranjos. Los segadores que emigraban a tierras del Aragón, a por las mieses doradas bajo soles implacables. Las mujeres que cuidaban de las casas, de los hijos, de la huerta, del corral, que repostaban el agua, que lavaban en acequias y lavaderos públicos con la bugada en lebrillos a cuestas. Las recuas de trajinantes, revenidas a su punto y hora.

    A veces cuando asciendes por la fila a ese monte sacro, con familiares y amigos, miras rostros lejanos. Quizás no los verás hasta el próximo año, o quizás ya no los verás nunca más, pues la muerte les tomó de su mano. Entre el olor a cera y humareda de cirio suplicante, ves caras conocidas que te recuerdan a otros desaparecidos que formaron parte de tu vida, en ese caminar vital de destino imprevisible e incierto. A veces, entre el rumor de los pasos, o el sonido de la dulzaina en su hiriente lamento, piensas en todos los que habrán seguido esta ruta, este callejero santificado por tanta lágrima escondida y que desemboca en un clamor silencioso, el rumor de miles de besos a unos pies clavados de ternura inabarcable, en su precioso relicario.

    Pasos y más pasos de miles y miles que viven y han vivido, a los pies de la colina amable, que se repleta de gentío esa tarde del último domingo de agosto. Seguir el camino de los ancestros, cualquiera que fuere su oficio y posición. Desde el potente azulejero al trabajador sencillo, el político, el funcionario, el artesano, el triunfador, el fracasado, el fuerte, el hipócrita, el débil, el enfermo, el desnortado, el simpático, el amargado, el cobarde, el valiente, el cínico, el sufridor, el voluntarioso, el vengativo, el generoso, el ingrato, el que perdona pero no olvida, el que lo da todo a cambio de nada, el que lo tiene todo y quiere más, el que no está ni se le espera…al fin, hombres y mujeres inmersos en el círculo de la vida de tantas caras como días y soles. Gentes de un pueblo que gozará de fiestas tras largos meses de pestes y tragedias. Gentes de un pueblo con muchas casas en venta, pero sin pisos para habitar. Gentes acostumbradas a sobrar el trabajo y vivir en la abundancia, ésta, con previsible fecha de caducidad. Pero al final de la encrucijada con sus pros y contras, siempre alzan la mirada en la búsqueda de un recóndito lugar que les atrae, porque es allí donde de verdad descansan el consuelo  y la esperanza.

    Que las fiestas nos sean leves a los de cierta edad, y que las Discomóvil multiplicadas para el goce de unos, acoplen el sonido legal para el descanso de los otros. Amén.  

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