El Callejero del pueblo, con otra mirada
Ya lo dije en la multitudinaria presentación del libro Callejero de J.M. Puchol, que editaron el Ayuntamiento y la Caja Rural San José, está escrito en el prólogo. “…las calles forman las arterias de la villa, y para conquistarla es necesario aprender a nombrarla, a mirarla como si fuera la primera vez que es mirada, con ojos limpios de la fatiga de la costumbre, la amargura y el desánimo. Cada paso por las calles del pueblo invita a un recuerdo, todo puede ser admirable porque todo es un descubrimiento…” prólogo dixit.
Así que aplicando esta invitación, y aprovechando estas tardes soleadas y primaverales, comencé un paseo por esas calles, rebuscando con la mirada para encontrar ese brillo especial que sólo descubres, cuando observas con pausado deleite y exquisita atención. Y comienzo la andadura con la vista fija en el tiempo lejano, y donde hay bloques de pisos y jardines urbanizados, existían eras para la trilla del cereal y el venteo, algarrobos, almendros y chumberas. Y bancales zarrapastrosos de poca miga, por donde el arado apenas arrancaba los tomillos y romeros. Más allá y con el callejero en mano, los chalets airosos de terrazas con balaustradas mirando al mar en lejanía, con ese aire señorial y altivo de los pudientes, como indianos del Cantábrico que retornan al pueblo. Más abajo, el grupo de viviendas de pisos con patio comunal y un toque artístico de cancelas y escalinatas; alrededor, por doquier, casitas en construcción de operarios azulejeros, bien lugareños o foráneos, por el milagro del jornal semanal asegurado.
Un poco más allá un colegio a los pies del santuario por excelencia, el Calvario con su mística construcción y monacales escoltas en forma de cipreses adustos. Me desvío hacia el centro por esas calles empinadas de casas viejas, asfixiadas hoy, por modernas y altaneras edificaciones. Ya no veo los rostros de antaño, se fueron para siempre y todo es silencio con un toque de decadencia. Esas puertas con cortinas o cañizos que ya no veo, esos balcones cuajados de geranios y clavellinas, esa añoranza de griterío infantil, de entonados cantares por Rafael Farina, Antonio Molina o Marifé de Triana. Esas canciones que la radio catapultaba en discos dedicados, como las de Juanito Valderrama y años después de Manolo Escobar. Porque aunque suene raro, las gentes cantaban mientras hacían sus labores domésticas, o barrían y regaban la parcela de su calle, toda pulcra e impoluta.
Ya no queda casi nada de aquel tiempo, solo retales y detalles concretos de edificaciones y la orientación de la calle, con casas que recortan sus aleros este cielo azul y limpio de la incipiente primavera. Una plaza donde un algarrobo señero, en el centro de un jardín modesto, ocupa el solar de unas viejas casas derruidas. Sigue el silencio y casi la soledad, el bullicio viene de abajo, de la carretera principal que desuella el pueblo en canal, con dos partes concretas. En este lugar se vivía el todo, el paseo, el comercio, el ocio, la fiesta y los actos más principales.
Si inicié el camino en un ambiente montaraz, reseco y enjuto, aislado y lejano, solo con la verde promesa del camino a la ermita del Santo más popular de los valencianos, después seguí hacia otro barrio recostado al pie de la montaña, reconfortado por la sombra de árboles sagrados, con un aire costumbrista y la luz tornasolada… ahora mismo estoy en el centro de la plaza, donde se embolan los toros de fiestas, la sensación es de luminosa modernidad con un toque aristocrático. Las casas tienen altura, detalles arquitectónicos artísticos, colorido y vida alrededor de esta plaza con una altiva fuente que se alza, -cual monolito servicial de licuado suministro- cuando no hay agua corriente en las casas. Todo está vivo de comercios y tiendas, de mercado semanal, de tránsito y bullicio permanente.
Me adentro en el casco viejo, la sombra me atrapa y fijo la mirada en el reloj que da la hora, son las ocho de la tarde cuando una penumbra comienza a abrazar estas callejas históricas. Calles abigarradas, que la modernidad ha banalizado en dificultoso acceso y la crisis ha irrumpido en forma de cierres perennes, o insufribles y desgañitados garitos. Se siente aquí un escalofrío de cierta nostalgia, un sorbo de soledad amarga y un desierto de rostros que un día fueron, en cuyas casas propias o enajenadas, aún vislumbro sus facciones clásicas, arrugadas, con la sonrisa de aquellas gentes que vivían y soñaban aquí, al amparo de dos campanarios y sus toques de bronces, de oración, o de acontecimientos extraordinarios.
El acceso a la plaza de la sagrada Iglesia, devuelve la luminosidad un tanto macilenta. Es en este recinto donde transcurre todo el devenir de la sociedad urbana, con nacimientos, actos religiosos, sociales, y dolosas despedida de difuntos. Sólo en este solar anidado de vencejos, se podrían completar muchas crónicas como ésta, pero hoy no toca. Seguiremos callejeando para abrazar la brisa, tras la verja herrumbrosa que da a los huertos y al azulado paisaje. Unos huertos mimados y almibarados de toda clase de frutales, hortalizas y macizos florales. Multitud de flores que hoy ya no encuentras en comercios ni viveros. Y la sensación de frescor perfumada era tal, que sublimaba todos los demás olores. Porque cabría imaginar los huertos-jardines repletos de dalias, rosales, claveles, jeringuillas y azucenas. Las tapias escaladas de buganvillas y jazmines, que te festejaban y daban ese beso de amorosa bienvenida, al cruzar los umbrosos portales.
¡Cómo no enamorarse sin rubor de este éxtasis de sensaciones! Que en cascada se desparramaban hacia el río, siempre limpio y vivo de aguas corrientes, y cruzaba hasta la otra ladera, con la misma belleza y barroquismo por ambos márgenes. Pasabas en poco más de media hora, de la sequedad enjuta de la montaña, a la humedad y verdor exuberante de las huertas cuajadas de fuentes, balsas, acequias y sonidos permanentes. Sí, vida que trajina por estos parajes, ir y venir de labriegos con aperos y cosechas, o de lavanderas con sus coladas radiantes en lebrillos cerámicos, o de alpaca rutilante.
Todo lo narrado fluye por esas calles del callejero amable. Lo que puede dar una meditación sobre un libro de calles. Y hay más, pero no voy a cansarles. Solo una invitación a escudriñar libro en mano, y observar más allá, con los ojos limpios de la fatiga, la amargura y el desánimo, con el recuerdo a flor de piel por bandera, retomando los andares, redescubriendo el lugar por el que anduvieron nuestros padres. Por el mismo lugar que hoy, nosotros marcamos el paso del tiempo para llegar, a ser otros rostros de antaño, perdidos e ignorados, hasta que un soñador nos descubra más adelante.
Porque cada rincón tiene un sabor, a sequedad y olores de tomillos, a humaredas de plantas medicinales, a arcillas polvorientas en las eras fabriles, a humedales y aromas sutiles de jazmines que adornaban tapias que fueron y ya no están. Pero quizás, alguien que lee esto, abra sus ojos y cuide un jazmín en su entorno actual, para que el día de mañana cualquiera se extasíe y escriba, a tenor de otro callejero futuro, diciendo que en aquella parcela, sita junto a la verja de la casa tal, había un jazmín que perfumaba el aire cualquier día, de una incipiente y soleada primavera.