XXX aniversario de la Ronda al Cristo
Han pasado los años con una fugacidad pasmosa, que treinta años no son nada en la inmensidad del universo es obvio, pero en la corta vida humana es mucho tiempo, tanto, que las cosas cambian hasta hacerse irreconocibles. La Ronda al Cristo cumplió treinta años, la otrora innovadora noche mágica que ahora denominan Serenata, en esencia es la misma cosa, un acto grande en su contenido que irradia sensibilidad y arte a raudales.
Yo tuve parte de culpa en su creación y crecimiento, me involucré de pleno con esa mezcla un tanto irracional, que forjan el arrojo de la juventud y la pasión por la tierra nativa. Un cóctel de amistad, fértil y benemérito que surge de tanto en tanto, y sin buscarlo. Para entender lo que escribo, solo hay que pensar hace tres décadas dónde estaba cada uno de nosotros, sus circunstancias personales de aquel entonces, mientras en la distancia, intentas recordar toda la gente que se ha perdido por el camino. Y no siempre el cuerpo te aguanta tantas despedidas, porque las lágrimas se vierten en la soledad del silencio, y a menudo la vida te ha dado las flores con espinas. Algunas tan punzantes que no puedes sacar, y aún sangran cuando menos te lo esperas, otras dolorosas hasta el extremo que te marcan para los restos.
Porque la misma sensibilidad que te mueve a tejer sentimientos, para expresarlos y compartirlos, te deja los poros abiertos al sufrimiento, y allí es donde duele con mayor hondura. Lo que en otras circunstancias solo sería un trámite, más o menos pesaroso, pero que se olvida a la primera de cambio, en estas circunstancias se reviste de mayor tribulación. En el pecado está la penitencia, si es pecado abrirte en canal, y enseñar tus secretos anímicos más íntimos. Pero la única fórmula que conozco para que las cosas funcionen, es que haya verdad y entrega. Lo demás es solo fingimiento, una emoción puntual que esparce el viento, y al final todo queda en un solemne vacío. Un vacío sin contenido que muere de inanición, apatía y aburrimiento.
Lo cierto es que en la Serenata de este año, he traspasado la frontera del tiempo, el reencuentro en principio sutil, se fue caldeando conforme las notas se elevaban en el escenario y las letras de aquellos poemas, que ya son de general conocimiento, brotaban de mis labios en un susurro renovado. Veintitrés músicos en el escenario con dos técnicos de sonido, la mayoría jóvenes y muchos no llegaban a los treinta años que se estaban conmemorando. Todo sonaba como en un gran concierto, las notas puras de las canciones, que por más oídas, sugieren siempre la pureza de nuestros cimientos. La vida sigue su rumbo, y en esas, el reencuentro mano a mano, con mi viejo camarada de sueños rotos, Pepe Gasch o José Francisco, paladín de causas imposibles, como lo son la mayoría de los sueños. Feliz reencuentro tras muchos años de destierro.
La palabra y la música en una noche de especial sentimiento. Esa es la baza a guardar con celo y mimo primorosos, es el secreto a preservar junto a las cristalinas notas de una Rondalla en movimiento, que asentados frente al atril, ejercen de anfitriones y de símbolo totémico. El desparpajo de la juventud en alza, me retrotrae en los años, y los versos lanzados al viento, retornaban como hojas del próximo otoño. Difícil no ver, notar y hasta sentir su aliento. Como decía Adrián, el presentador de peripatético acento, Pedro estaba allí junto a Pilar, justo al lado mismo. Y Maximiano sentado al lado de Rosa en esas primeras filas, por honroso merecimiento. Y Vicente Mallol, evangelista del Calvario alcorino, repasando sus corolarios versos, y Ramón Benlliure, contando las horas del día para desgranar íntimas vivencias ante su pueblo.
Cómo olvidar la menuda silueta de n’Eduard Soleriestruch, sus profundas loas con la lengua materna, su picarona sonrisa y su mal genio. O al amigo Batiste Carceller, secuestrado de Vila real para contarnos la pasión del Hijo y las lágrimas de una Madre compungida en la vía dolorosa. Al pasional castellonero Miquel Soler, poniendo a la Lledonera a los pies del crucificado. Conrado Sancho, afable albaero en el recuerdo, con una pléyade de jóvenes músicos. Y Conrado Font, atento al nivel del acto, y su rendición al momento, para darnos lo mejor que llevaba dentro. Y la música magistral de Ibar Barraza, el Indio, con su bella esposa y el bisoño hijo, que dieron veladas de ensueño en esta noche irrepetible del agosto alcoreño. Ya solo hablo de los muertos, que los vivos tienen voz y nuevas oportunidades de saborear el evento.
Una noche que se cierne como colofón del día grande de nuestro pueblo, con la exultante y descarada juventud de la Reina y Damas de fiestas, que agigantan con su presencia, la magnificencia de la música y el verso. Y las autoridades, civiles y religiosas, dignificando con su presencia, el sustrato cultural de todo un pueblo que camina -cirio en mano- hacia el montículo sacro. Y el público fiel y respetuoso, que irrumpe en aplausos de agrado, hacia esta obra exclusiva y monumental que fluye de la gran Rondalla l’Alcalatén con su rico patrimonio, humano, social, cultural y artístico. Ese público que sentado, no quiere dar por concluida la emotiva noche.
Ante todo esto, se queda corto el modesto cartel de acuarelas, mostrando los pies del Cristo besados por un contrabajo, con la partitura musical de la canción “El Crist de la Montaña”, letra de Vicente Benlliure y música de Pedro Moliner, con letras caligráficas de cualquier poeta anónimo, que se abre de corazón a pesar del tiempo. Que treinta años no son nada, y a los próximos y venideros, formaremos parte de la difusa nómina de los recordados, que no estando presentes, una vez fueron. Gracias Fernando y Esther, que tanto monta, monta tanto.