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Per Manuel Guisande
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Cuando te empeñas que tienes una enfermedad mortal

    Hay cosas que no cambian. ¿Tienes un poco de catarro? Pues nada, te tomas una aspirina, y como nuevo; que te duele la espalda... pues algo habrá en la farmacia que te mitigue el dolor; un poco resfriado… un antigripal; pero tienes un bulto… pues si tienes un bulto no me digas por qué ya piensas que tienes cáncer.

    En la historia de la Medicina hay miles de enfermedades que se manifiestan con un bulto, pero tres o cuatro mil, que pueden ser cualquier cosa; una pequeña infección, una imperceptible contractura, un pelo que crece hacia dentro... pues no, tú que de Medicina lo máximo que sabes es leer el prospecto donde pone «dosificación», y aún así te olvidas de cuando hay que tomarlo, estás convencido de que tienes un cáncer y que te vas a morir.

    ¿Y qué haces?, pues si tienes pareja le dices señalando el bulto: «¿No notas que tengo algo aquí?». Y tú tocas y dices: «Pues no, no noto nada especial». «Pero toca, toca». Y vuelves a tocar y dices, por decir: «Sí, quizás». «¡¡¡Pero cómo que quizás!!!» (que hasta parece que estaba deseando tener el bulto) «¡¡¡si se nota muchísimo, toca toca!!!». Y entonces al día siguiente te dice: «Pues mi amiga Mari Luz dice que sí, que se nota».

    Total, que al cabo de una semana todo el edificio te ha manoseado el bulto menos quien tiene que tocártelo: el médico. Pero como ya estás en total paranoia no quieres ir al especialista para que te mire, porque estás empeñado en que te va a decir: «Le quedan dos meses»; pero además tu estás convencido que no va a ser una muerte normal, no, tu, que te crees especial, estas seguro que va a ser la peor muerte del mundo desde la invención del helado, y de ahí no hay quien te apee

    Y así pasan las semanas y yo estoy convencido que al mes, vas por la calle y todos tus vecinos piensan: «Mira, ahí va el del bulto». Y como sigues sin querer ir al médico ya te adentras en el mundo de la paranoia. Si tienes hijos crees que es la última vez que los vas a ver; si observas un pájaro (que eras un bestia y lo que más recuerdas de ellos era cuando los acribillabas a perdigonazos en la aldea de tu abuela) pues ahora crees que cantan de maravilla y en un acto de remordimiento pides perdón a Dios por las salvajadas que hiciste; hasta los árboles los encuentras distintos; las plantas; las flores… menos a tu marido o esposa, que sigue sin notar mucho el bulto... todo es maravilloso.

    Así que un día, no ya por el bulto, sino porque no te aguanta ya nadie, ni tu familia ni los vecinos del edificio ni los de la calle donde vives, pides cita para el especialista. Y allá vas, medio temblando, notando tus pisadas, inseguro, con frío en el cuerpo aunque haga 58º a la sombra. Te sientas en la consulta y esperas que te toque el turno y cuando entras, con una cara de esquela que no puedes con ella, le dices en voz baja: «Es que tengo un bulto».

    Y te desabrochas la camisa, que con los nervios casi no eres capaz de coger el botón, te sacas la camiseta, y entonces el médico te mira, te toca y en menos de un minuto te dice. «Nada, la típica grasilla acumulada por la edad. Le voy a dar una cosa, la toma y en tres días... listo. ¡Ah!, y no lo toque, no lo toque». «¿Qué?», dices susurrando, aunque lo has oído perfectamente mientras vas recordando todas las manos de tus vecinos. «Que no lo toque».

    Y cuando llegas o llega a casa y le preguntas que le dijo el facultativo, responde: «Nada, una grasilla». Entonces, para animarla, dices tú: «A ver, me dejas ver. Pues sí que parece que...». Y ahí, después de soportar casi dos meses el supuesto cáncer, de oírle no sé cuantas penalidades y de decirle que fuera al especialista, vas, te animas, tocas el bulto y oyes un megaestratosférico grito que te deja sordo: «¡¡¡¡¡¡¡Que no lo toques, que no lo toques!!!!!!!!!». Jóe que carácter.

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