La vida al revés
Todo comenzó cuando él, el abuelo, en un instante de lucidez, se vio a sí mismo tumbado en la cama de aquel hospital. A su alrededor los médicos se esforzaban en mantener sus constantes vitales para intentar que su corazón no dejase de latir. Casi sin entender nada, ni ser capaz de pronunciar una palabra entendible, presentía que el fin de sus días había llegado.
Pasó el tiempo, pero no en la dirección que suele hacerlo sino hacia atrás, y él, el abuelo, estaba en casa con su mujer diciéndole que se sentía muy mal, que le dolía mucho el estómago y que tenía mareos y nauseas.
Pasó el tiempo, y como el tiempo transcurría al revés, los dolores, mareos y nauseas llegó un momento en el que desaparecieron, pero él, el abuelo, a sus 95 años seguía siendo muy mayor, y a esa edad sufría los achaques propios de su edad. Tenía artritis, tensión alta y una movilidad muy reducida a la que se sobreponía, con esfuerzo, apoyándose con dificultad en el bastón que siempre le acompañaba.
Seguía pasando el tiempo en la dirección en la que lo hacía, y nuestro protagonista, ya más rejuvenecido y fuerte, tenía 80 años y podía ir sin bastón a su banco a cobrar la pensión y a tomar el sol cada mañana de invierno con sus amigos en el jardín, en donde hablaban reiteradamente de los años pasados, de los desmanes de los jóvenes de ahora y de lo mal que están las cosas.
Con el paso de los años el abuelo fue rejuveneciendo, desapareció la artritis y los problemas de tensión y con ellos las pastillas rojas, las blancas y las amarillas que se tomaba cada día por la mañana, por la tarde y por la noche. La pensión se le fue reduciendo sola, hasta llegar el día en el que a los 65 años se jubiló y la paga de jubilado desapareció para siempre. Aprovechó esa fecha tan importante para celebrar con los que con el tiempo serían sus compañeros de trabajo la entrada, por el final, en su vida laboral.
Acabada la jubilación, el abuelo que siguiendo el curso de su vida había dejado de serlo, empezó a trabajar. Eran los tiempos de los problemas normales de las largas jornadas y las ansias de que llegara el fin de semana y las vacaciones.
Mientras nuestro protagonista iba rejuveneciendo cada año, con él, su mujer era cada día más joven y hermosa y los que antes fueron sus nietos también decrecían hasta convertirse en niños juguetones y cariñosos. Pasó lo mismo con sus hijos que, también creciendo al revés, fueron pasando de hombres a jóvenes, de adolescentes a niños, de niños a bebés y de ahí al feliz día en el que nacieron.
Un tiempo después nuestro hombre llegó al día de su boda. Tras años de estar junto a su mejer, vino el ansiado día en que contrajo matrimonio con la que una vez fue su anciana esposa.
Después de esa fecha tan importante vino el tiempo del noviazgo y luego los días felices con los amigos. Seguiría después la juventud, la pubertad y la niñez.
En la niñez vendrían los juegos infantiles y los largos días de aprendizaje hasta caer envuelto en pañales en brazos de su madre, sin entender nada de la vida y sin recordar nada de lo que antes vivió.
Nuestro hombre, después de ser niño y bebé, se acercaba al fin de sus días saboreando sin esfuerzo un biberón umbilical instalado en el cálido vientre de su madre, y sin entender nada, iba camino de desaparecer para siempre en medio de un orgasmo y una carrera multitudinaria de espermatozoides corriendo velozmente a la caza de un óvulo en un decorado de risas y placeres indescriptibles.
La vida, su vida, vivida fugazmente entre dos eternidades, se dirigía pausadamente hacia el inicio de los tiempos, donde todo empezó un día muy, muy lejano.
Querido amigo, tu artículo me ha hechos vislumbrar la única carrera que gané en mi vida. Un abrazo