OPINIÓN
La lápida
25/08/2008
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Cuenta la leyenda que en un pequeño pueblo de la estepa castellana, donde el verde cereal se besa con el horizonte, durante la última guerra civil, las gentes vivían asustadas por la existencia de un vecino que al amparo de las fuerzas militares, se dedicaba a delatar a las personas que no acataban las ideas absolutistas del poder constituido. Por las noches acompañaba al escuadrón de la muerte que a las afueras del pueblo, junto al muro de un antiguo aprisco abandonado, ajusticiaban a indefensos ciudadanos sin más excusa que la barbarie ideológica que puede generar una guerra entre hermanos. Una vez terminada la contienda, desapareció misteriosamente del pueblo sin que nadie conociera más de su existencia.
Los tiempos eran económicamente duros. La comida escaseaba, incluso los alimentos básicos y las gentes estaban supeditadas a lo que se les proporcionaba, a través de la cartilla del racionamiento. El cementerio se había quedado lleno, desgraciadamente pequeño, a causa de los fallecidos durante la desavenencia, por lo que los familiares de los 46 asesinados, decidieron dar sepultura conjunta, en una fosa común, en lugar preferente del campo santo, los restos de sus seres queridos.
Pasaron los años de penurias y restricciones y a propuesta del nuevo señor alcalde, designado por el gobernador militar de la provincia, decidieron a costa de las arcas municipales que se debería reconocer el sacrificio de aquellos patriotas. Una delegación del ayuntamiento, se desplazó a la capital, con el fin de encargar la lápida de mármol que se colocaría junto a la tumba colectiva, donde apareciera el nombre de todos los héroes, con la siguiente leyenda: “No fue inútil su muerte, fue inútil su fusilamiento”.
Al cabo de dos meses, el artesano picapedrero llamó al secretario del ayuntamiento para comunicar que el encargo ya estaba listo. Llamaron a Andrés, transportista local que una vez por semana acudía a la capital a recoger los pedidos que le hacían sus vecinos. Esta vez le acompañaba su hijo, en la pequeña cabina de un humilde camión que cubría la caja de transporte con una raída lona. Los dos, sin tiempo que perder, se desplazaron a recoger el paquete. Había que apresurarse, el tiempo era frío, ventoso y las negras nubes amenazaban lluvia. Llegados a su destino, ayudados por una pequeña grúa, cargaron la pesada lápida de dos metros de largo por uno de alto y ocho centímetros de espesor. Ataron la misma con cuerdas de pita, en un lateral, para que no se moviera con los baches del camino, antes de emprender la ruta de regreso.
Nada más terminaron de asegurar la carga, se desató la tempestad de lluvia y granizo y como habían terminado los encargos, enfilaron la larga avenida hasta que abandonaron la ciudad. A la salida, en un recodo de la carretera divisaron a un hombre parado, a cubierto de una vieja casa que solicitaba la ayuda de algún conductor que le recogiera.
-Padre. Pare usted y subamos a ese pobre hombre que con la lluvia que está cayendo...
-Donde le vamos a subir. Delante solo podemos ir dos personas y detrás con la carga no queda espacio libre.
Pararon el vehículo y descubrieron que el autostopista que no conocían, se dirigía al mismo pueblo que ellos. Como pudieron le acomodaron en la parte trasera, junto a las mercancías y continuaron el accidentado viaje.
La tarde se había quedado oscura antes del anochecer, lo que junto con la constante lluvia hacía difícil la circulación. Tomaron el desvío que les llevaría a su destino y llegando al pueblo, en una cerrada curva existente frente al cementerio, a causa del agua allí acumulada por la tempestad, el camión derrapó sin llegar a salirse de la calzada. Del brusco movimiento y de la frenada posterior, se desplazó la carga en la caja, generando un fuerte ruido que les dejó helado el corazón. Salieron Andrés y su hijo, a verificar la importancia de los desperfectos. Vieron que la carrocería no había sufrido ningún tipo de daños, dirigiéndose a continuación a comprobar el estado de la carga.
Al abrir el portón trasero, el caos era total. Llamaron al viajero y no recibieron respuesta. Se apresuraron a retirar las cajas y se encontraron con la macabra escena. La lápida se había desatado del lateral y al tumbarse había aplastado el cráneo del autostopista. Lamentablemente el médico forense solo pudo certificar su muerte.
A instancias del juez de guardia, uno a uno, pasaron los habitantes del lugar, a fin de averiguar la identidad del cadáver. Nadie le reconocía, pues el rostro quedó trágicamente desfigurado por el percance. Decidieron llevar a la señora Carmen, de 92 años que era la única que faltaba por identificar al difunto.
Nada más le vio la profunda cicatriz en la mano derecha, rápidamente le reconoció. Era Juan, el delator, el que había sentenciado a muerte a los vecinos durante la guerra civil. Los 46 nombres grabados a golpes de martillo, en el granito de 2 toneladas de peso y frente a sus tumbas, habían acabado con la vida de su asesino justiciero.
Ahora, por fin, la casualidad disfrazada de sutil venganza, se había convertido en juicio sumarísimo, de inmediata sentencia condenatoria.
Por último, debo añadir que el cadáver, nunca fue reclamado por ningún familiar, lo que supuso la remisión al instituto anatómico forense de la capital, donde quedó en el más profundo y triste desamparo.
Fue, hace muchos años, en los campos de Castilla, tierra de trashumancia, refranes, fríos y soledades, donde el tiempo y la verdad, pone a cada ser en su correspondiente sitio.
Así dicen que ocurrió esta historia, o al menos a mí, así me la contó un viejo narrador de sueños.
Los tiempos eran económicamente duros. La comida escaseaba, incluso los alimentos básicos y las gentes estaban supeditadas a lo que se les proporcionaba, a través de la cartilla del racionamiento. El cementerio se había quedado lleno, desgraciadamente pequeño, a causa de los fallecidos durante la desavenencia, por lo que los familiares de los 46 asesinados, decidieron dar sepultura conjunta, en una fosa común, en lugar preferente del campo santo, los restos de sus seres queridos.
Pasaron los años de penurias y restricciones y a propuesta del nuevo señor alcalde, designado por el gobernador militar de la provincia, decidieron a costa de las arcas municipales que se debería reconocer el sacrificio de aquellos patriotas. Una delegación del ayuntamiento, se desplazó a la capital, con el fin de encargar la lápida de mármol que se colocaría junto a la tumba colectiva, donde apareciera el nombre de todos los héroes, con la siguiente leyenda: “No fue inútil su muerte, fue inútil su fusilamiento”.
Al cabo de dos meses, el artesano picapedrero llamó al secretario del ayuntamiento para comunicar que el encargo ya estaba listo. Llamaron a Andrés, transportista local que una vez por semana acudía a la capital a recoger los pedidos que le hacían sus vecinos. Esta vez le acompañaba su hijo, en la pequeña cabina de un humilde camión que cubría la caja de transporte con una raída lona. Los dos, sin tiempo que perder, se desplazaron a recoger el paquete. Había que apresurarse, el tiempo era frío, ventoso y las negras nubes amenazaban lluvia. Llegados a su destino, ayudados por una pequeña grúa, cargaron la pesada lápida de dos metros de largo por uno de alto y ocho centímetros de espesor. Ataron la misma con cuerdas de pita, en un lateral, para que no se moviera con los baches del camino, antes de emprender la ruta de regreso.
Nada más terminaron de asegurar la carga, se desató la tempestad de lluvia y granizo y como habían terminado los encargos, enfilaron la larga avenida hasta que abandonaron la ciudad. A la salida, en un recodo de la carretera divisaron a un hombre parado, a cubierto de una vieja casa que solicitaba la ayuda de algún conductor que le recogiera.
-Padre. Pare usted y subamos a ese pobre hombre que con la lluvia que está cayendo...
-Donde le vamos a subir. Delante solo podemos ir dos personas y detrás con la carga no queda espacio libre.
Pararon el vehículo y descubrieron que el autostopista que no conocían, se dirigía al mismo pueblo que ellos. Como pudieron le acomodaron en la parte trasera, junto a las mercancías y continuaron el accidentado viaje.
La tarde se había quedado oscura antes del anochecer, lo que junto con la constante lluvia hacía difícil la circulación. Tomaron el desvío que les llevaría a su destino y llegando al pueblo, en una cerrada curva existente frente al cementerio, a causa del agua allí acumulada por la tempestad, el camión derrapó sin llegar a salirse de la calzada. Del brusco movimiento y de la frenada posterior, se desplazó la carga en la caja, generando un fuerte ruido que les dejó helado el corazón. Salieron Andrés y su hijo, a verificar la importancia de los desperfectos. Vieron que la carrocería no había sufrido ningún tipo de daños, dirigiéndose a continuación a comprobar el estado de la carga.
Al abrir el portón trasero, el caos era total. Llamaron al viajero y no recibieron respuesta. Se apresuraron a retirar las cajas y se encontraron con la macabra escena. La lápida se había desatado del lateral y al tumbarse había aplastado el cráneo del autostopista. Lamentablemente el médico forense solo pudo certificar su muerte.
A instancias del juez de guardia, uno a uno, pasaron los habitantes del lugar, a fin de averiguar la identidad del cadáver. Nadie le reconocía, pues el rostro quedó trágicamente desfigurado por el percance. Decidieron llevar a la señora Carmen, de 92 años que era la única que faltaba por identificar al difunto.
Nada más le vio la profunda cicatriz en la mano derecha, rápidamente le reconoció. Era Juan, el delator, el que había sentenciado a muerte a los vecinos durante la guerra civil. Los 46 nombres grabados a golpes de martillo, en el granito de 2 toneladas de peso y frente a sus tumbas, habían acabado con la vida de su asesino justiciero.
Ahora, por fin, la casualidad disfrazada de sutil venganza, se había convertido en juicio sumarísimo, de inmediata sentencia condenatoria.
Por último, debo añadir que el cadáver, nunca fue reclamado por ningún familiar, lo que supuso la remisión al instituto anatómico forense de la capital, donde quedó en el más profundo y triste desamparo.
Fue, hace muchos años, en los campos de Castilla, tierra de trashumancia, refranes, fríos y soledades, donde el tiempo y la verdad, pone a cada ser en su correspondiente sitio.
Así dicen que ocurrió esta historia, o al menos a mí, así me la contó un viejo narrador de sueños.
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Aznar????? Enric Sopena???? Maria Antonia Iglesias??? Q pinten estos tres en la historia de Santiago?? jajajaja La obsesió de alguns en la politica crec jo traspasa de molt la enfermetat XDDD La guerra civil terminó !!!! XDDDD