Las tradiciones cambian, cuando se cambia de valores
Las tradiciones son comportamientos que la sociedad comparte y se trasmiten entre generaciones. A lo largo de la historia, la sociedad cambia de tradiciones, en la medida que cambia de valores. La cultura y los valores se aprenden, y cambian de unas sociedades a otras. Gracias a eso, se han superado tradiciones como la esclavitud, el derecho de pernada, el espectáculo de quemar vivos en la plaza de pueblo de la inquisición, perseguir y machacar a los homosexuales, tratar a los animales como objetos, que el dueño podía torturar matar y tantas otras tradiciones aberrantes.
Solo en el periodo histórico vivido por las personas de mi generación, podemos encontrar un montón de ejemplos de tradiciones superadas, por incompatibles con los nuevos valores. Nací en octubre de 1950. Crecí y asumí cada una de las tradiciones de mi entorno. Hoy, el recuerdo de alguna de ellas, me genera una vergüenza que me desgarra el alma. Entonces era tradición abusar y burlarse de los compañeros de pandilla, o de colegio, más débiles. A los niños afeminados se les machacaba gritándoles “maricones”. Nos reíamos con los chistes de “mariquitas”, tartamudos y otras personas vulnerables. Burlarse de los más débiles, por su carácter o deficiencias mentales, para sentirse más gracioso, era normal. A los perros se les pegaba, por cualquier cosa, y se le mataba o abandonaba cuando ya no interesaba tenerlos. En els Bous al carrer, había como una competición a ver quién les lanzaba más objetos o conseguía pincharle más. Los niños tenían que tener un buen oficio, o estudiar, para alcanzar una buena carrera profesional. Las niñas se educaban para hacer todas las tareas de casa, y encontrar un marido que fuera un buen partido, para no tener que trabajar. Y, en la sobre mesa o, a cualquier hora, tenían que servir los cafés, o bebidas, a los hombres como si fueran señoritos con criadas. Las familias de las mujeres tenían que ir construyendo un buen ajuar, para el matrimonio. Pegar a los niños con paletas en la escuela, y los padres con una buena correa, era normal. La lista, podría ser interminable.
Una mayoría de personas, hoy no practican muchas de las tradiciones mencionadas. Yo ni siquiera me acuerdo cuando dejé de practicarlas. Sin embargo, de los toros, me acuerdo, la última vez que asistí. Mi primer recuerdo de los toros es estar en un cadafal con mi abuelo materno en la plaza Mayor, esquina calle Forn de la Vila. Él, igual que otras personas, llevaba una caña con un pincho y otros objetos, con la intención de hacer daño al toro. Mi abuelo falleció el día que yo cumplí los 7 años. Por lo que yo tendría 5 o 6 años, es decir, estaría en un proceso de asimilación de valores, por lo que torturar al toro quedó en mi conciencia como algo normal. Así que en mi adolescencia estuve yendo a los toros de las ciudades de nuestro entorno. Iba con la normalidad y la satisfacción que se va a una fiesta. Para mí, que se pegara, se pinchara, se arrastrara al toro con una cuerda, o se le sometiera a la tortura de las bolas de fuego, formaba parte de la fiesta. Y, cuando más cogidas, y graves fueran las heridas, más emocionante resultaba la fiesta.
En agosto de 1968, cambió mi modo de ver las cosas. Los amigos habíamos quedado en ir al toro de Betxi. No pude acudir a la cita, así que fui solo. Llegué con los toros iniciados. Al llegar a la plaza, por la barrera de una de las calles que dan a la plaza de pueblo por el norte, me encontré un ambiente desolador. Minutos antes, el toro había matado a un joven que intento pasar por el primer hueco de la barrera con palos horizontales. No tuvo tiempo, el toro le perforó el cuerpo y murió en el acto. Es una calle muy estrecha, así que la distancia entre los presentes era mínima. Por lo que el pesar que reflejaban la cara de los presentes, lo percibí a flor de piel. Los gritos de un dolor desgarrador de familiares y amigos, que ya se habían acercado me rompieron el alma. Se me fueron las ganas de seguir de fiesta. Sin buscar a mis amigos, cogí mi bicicleta y regresé a casa. Después de esa experiencia, sin darme cuenta, ni hacer una gran reflexión, dejé de ir a los toros. No recuerdo haber vuelto. Yo ya había vivido la experiencia de estar presente en actos, donde el toro hería de gravedad o mataba una persona. Pero nunca había vivido la experiencia de ver directamente el dolor de familiares y amigos. Confieso que sus gritos y gemidos de dolor, me penetraron en el cuerpo. Tardé tiempo en librarme de ellos. El paso del tiempo me hizo comprender qué divertirse de ver como personas arriesgan la vida, y se tortura un animal, es un sinsentido impropio de siglo XX. La salud y la vida de las personas, no merecer ser puesta en peligro, por mera diversión. La diversión de las personas, tampoco, puede ser a costa del bien estar de los toros. No estamos en tiempos que aparecieron els bous al carrer, cuando las personas tenían muy pocos medios y oportunidades para divertirse. Hoy tenemos decenas de oportunidades para pasarlo bien. Solo hay que abrir un poco la mente, y ser capaz a asumir los nuevos valores sociales y aceptar las nuevas oportunidades que la sociedad nos ofrece.
Que nadie piense que los días que hacen toros, no tengo a donde ir y me aburro. Son tantas las cosas que me apasionan, que no tengo tiempo para disfrutar de todas. Un día explicaré, que soy consciente, que la mayoría de personas, no acude als bous al carrer, por lo que ocurre al medio de la plaza, sino por satisfacción que recibe al convivir con las personas que se encuentra en el acto.