Recuerdos de mi calle
Hace meses, el escritor Muñoz Molina, tras visitar una exposición de fotografía sobre las ciudades, declaró que le había sorprendido que, a partir de los años 70, en las fotos no se ven niños en las calles. Sin embargo, en los años anteriores, no se ven calles sin niños. Eso me recordó mi calle.
Me crie en los años 60, en la Calle San Andrés de Borriana. La calle tenía su propia personalidad, pues tenía su propio “Porrat” y procesión. En esa época, al igual que la mayoría de calles, era de tierra y por la noche no tenía más luz que una simple bombilla. En ella, los niños jugábamos, a las canicas, a la peonza, a pico y pala y a futbol. Las niñas al “Sambori” (Rayuela) y la comba. La calle, era para los niños lo que hoy son los polideportivos y las ciudades deportivas, para la juventud. Entonces, no teníamos espacios específicos para jugar. Cuando hacía buen tiempo, las mujeres cosían, bordaban, hacían bolillos, gancho y puntillas, en la misma calle. Los domingos por la tarde, eran las mujeres mayores las que las ocupaban, jugando al “Burro”. En verano, por la noche, nos sentábamos a la puerta de casa a la fresca. Los días laborables veíamos pasar a “llanterners, matalafers, llimoners, el gel, el dels gelats, esmolaors, la gamba viveta, el pregoner, el arrop i tallaetes, el terrero, la perrera y otros tantos.
Por ella, solo circulaban, algunas bicicletas y carros arrastrados por caballos. Hasta 1960, las ruedas de los carros, eran de hierro y producían unos hoyos que al llover se quedaba la calle llena de charcos y barro. En el entorno del año 60, acabaron por desaparecer las calles de tierra que quedaban en la ciudad. Por un lado, desde el año 61, los carros, para circular por la ciudad debían hacerlo con ruedas de neumáticos, como los coches. A la vez se pavimentaron con adoquines las calles que quedaban de tierra. Aún recuerdo como “les colles” de los trabajadores que adoquinaban, se pasaban el día acachados, para colocar los adoquines. Pero cada vez que pasaba una mujer joven, se ponían todos bien tiesos, como si fueran “perritos de la pradera”, para no perder detalle. Como si se tratara de una competición, cada uno soltaba su piropo, tratando de ser el más original. En verano, todos vestidos con “zamarreta”, mostrando unos brazos musculosos.
Los primeros acontecimientos sociales, que recuerdo, vividos desde mi calle, es el paso del tren “La Panderola”. Pasaba a solo 40 metros de mi casa. La riada del otoño del 56, que entró en mi casa un palmo de agua. La nevada de principios de 56, de la que recuerdo a mi padre coger una pala y apartar la nieve, dejando un pasillo desde la Calle San Andrés a la de San Leandro. Luego, Joan Ninot (El Xufa), mi hermano Vicente, y yo, hicimos un muñeco de nieve. De esas fechas, recuerdo, la tristeza que reflejaban las caras de los jubilados que se dedicaban a recoger colillas por la calle, para poder fumar, que no eran pocos. Al finalizar del día, cuando los caballos ya habían regresado del campo a sus cuadras, las calles estaban llenas de boñigas, que algunos hombres, pasaban y las recogían con un capazo que llevaban a la espalda. Esas boñigas se utilizaban para hacer “Planters” de hortalizas.
Entonces, la naranja se transportaba en carros tirados por caballos, del campo a los almacenes, y luego de elaborarlas, al puerto. Era un trabajo duro para los caballos, que iban a la “prega”, por lo que necesitaban reponer energías. Así que, durante la recolección de las naranjas, los carros llevaban detrás un capazo con algarrobas, que solían poner delante del caballo, para que se alimentara, mientras descargaban las naranjas en el almacén. Cuando los carros circulaban, los niños nos acercábamos al carro por detrás, para no ser vistos por el dueño, robábamos algarrobas que nos comíamos. Es un producto dulce, que pocos años antes los mayores lo comían para matar el hambre que generó el golpe militar contra la Republica. Quien conozca la planta del “garrofon”, que los valencianos ponemos en la paella, sabrá que tiene un tronco leñoso, que se puede fumar. Los niños de mi barrio, lo cogíamos en el campo, nos metíamos en una cabaña que teníamos en una serrería, y todos a fumar “garrofera”. Nunca he fumado. Creo que es por el mal recuerdo que tengo de las borracheras que cogí fumando garrofera y lo mal que te dejaba el cuerpo.
Recuerdo el impacto de despertarme el potente grito del sereno, a cualquier hora de la madrugada, anunciando la hora y el tiempo que acontecía. Otro gran impacto de mi infancia, que retengo nítido en mi memoria, es cruzarme por la calle con un cortejo fúnebre, encabezados por un sacerdote, acompañado de monaguillos, que, con sus correspondientes artilugios, y tocando la campanita, iban a dar la extremaunción a las personas que se hallaban en peligro inminente de morir, a sus propias casas. Recuerdo a las mujeres, pararse, arrodillarse y santiguarse al verles pasar. No sé el efecto que, para la salud, tendría untar con óleo sagrado a las personas moribundas. Pero en mi opinión, estar en la cama enfermo y recibir una visita de imagen tan triste y deprimente, como tenían aquellos cortejos fúnebres que iban a las casas, a dar la extremaunción, y no morirte del susto, ya era todo un milagro.
PD. En la fotografía de una procesión de la calle, yo voy al medio de la mano de mi hermana fina, y mi hermano Vicente. A nuestra derecha, mi madre con mi hermana Mari Carmen al brazo.