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Por José Luis Ramos
Recuerdos - RSS

En recuerdo de las Francescas españolas

    En el año 72, con 21 años, trabajaba en una fábrica de Castellón, estaba destinado en la sección de mujeres. El trabajo me permitía mantener largas conversaciones con las dos mujeres que trabajaban junto mi puesto. Una era rubia  y lucía la imagen moderna de chica “Ye-ye”. La otra, por su físico, forma de vestir y el cardado de su pelo, parecía una mujer chapada a la antigua. Mientras la rubia se mostraba dispuesta a apuntarse a cualquier aventura, sin pensárselo dos veces, por arriesgada que fuera, la otra, la morena, tenía un carácter reservado y daba la impresión de pensarse bien las cosas y no querer asumir aventuras ni riesgos en su vida. Mi relación con ellas no pasaba de ser la de compañeros de trabajo. No creo que ninguna de ellas sintiera algún afecto especial por mí. Un día me vi sorprendido por una atrevida propuesta, pero no de la rubia atrevida, sino de la que yo creía que era una mosquita muerta. Cada vez que lo recuerdo, siento mucho pesar no lo haberle podido decir que sí.

    Yo, de la morena, solo sabía que tenía 25 años, que era hija única y tenía novio. En nuestras largas conversaciones le conté que había vivido un año en Alemania y cuatro meses en París. Seguramente le contaría entusiasmado el marco de libertad que vivían los jóvenes en Europa, y, sobre todo, el buen ambiente parisino para la juventud. Sin dar rodeos un día me dijo que tenía en su cartilla bancaria el dinero para comprar un piso y amueblarlo para casarse.  Que con ese dinero podía afrontar los gastos de viajar a París alquilar un piso y mantenerse hasta encontrar trabajo. Añadió que nunca había salido de Castellón, por lo que no se atrevía ir sola. Necesitaba que alguien la ayudara, y pensaba que ese podía ser yo, que conocía París. Claramente dijo que necesitaba que la acompañara en el viaje, en la búsqueda de piso y trabajo, que viviera con ella hasta que se sintiera segura. Afirmó que ella correría con los gastos de los dos, y no me exigía ninguna relación con ella, y podría salir con quien yo quisiera.

    Comprendí que era una huida de la familia y del novio, así que le pregunté. Me contó que toda la vida había tenido que hacer lo que querían sus padres. Que no había conocido otro hombre que su novio, que lo había conocido entre el vecindario. Su vida consistía, dos días a la semana el novio la visitaba en su casa, porque sus padres pensaban que en casa estaban mejor que yendo a no se sabe dónde. El novio era músico,  formaba parte de una orquesta de las que tocaban pasodobles y boleros, así que todos los fines de semana tenían actuaciones. Los fines de semana, no tenía otra diversión que acudir a la actuación de su novio acompañada de sus padres y presenciar toda la actuación, sentada en una mesa cerca de la orquesta. A todas partes tenía que ir con su novio o acompañada de sus padres. Todo lo que compraba, tenía que estar de acuerdo su madre, para evitar su enfado. Su madre había apalabrado un piso, para ella, cerca de su casa. Ella pensaba que ni con el matrimonio se iba a liberar del control absoluto que su madre tenía sobre ella.

    Yo estaba pendiente de irme a la mili, unos meses después. Si no me presentaba me declaraban prófugo, y si pedia la exclusión por estar trabajando en el extranjero, creo que tenía que estar 10 años sin regresar a España. Por razones que no vienen al caso, yo quería estar en España esos años, así que no acepté la propuesta. Entonces me aparecieron varios interrogantes. El primero, ¿de dónde había sacado fuerzas aquella aparente mosquita muerta para hacer una propuesta tan atrevida, a un chico que apenas conocía? ¿Cómo había adivinado que yo no iba a contar nada entre el centenar de chicas que formaba la sección? Pues es evidente, que en aquellos tiempos si algunas de sus compañeras de trabajo se hubiera enterado de la propuesta, y la negativa, los comentarios y bulos se hubieran disparado hasta amargarle la vida. Así que ella debería estar muy segura que la propuesta no saldría de nosotros, pues de lo contrario se jugaba mucho.

    Poco tiempo después, en un par de ocasiones la vi en una sala de baile sentada en una mesa con sus padres, al lado de la orquesta, tal como me había contado. No tuve el valor de saludarla. Procuré que no me viera, porque me incomodaba recordar que no le había ayudado. Años después la vi del brazo de su marido, con rostro serio. Traté que no me conociera para no tener que decirle nada y sentirnos ambos incómodos. Me reconoció, y su rostro serio se transformó en gestos de tristeza y dolor. Como no percibí intención de saludarme, yo tampoco lo hice.

    Ya no he sabido nada más de ella. Pero cada vez que he visto “Los Puentes de Madison”, y han sido varias, me acordé de ella y de otras tantas  mujeres de esa época, que como Francesca tuvieron que renunciar al sueño de vivir una vida como  a ellas les habría gustado. Su vida quedó absorbida entre cuidar a su marido y criar los hijos. A Francesca le fallaron sus fuerzas,  a mi compañera morena,  ayuda. Hoy resulta confortable ver que alguna de esas mujeres, como al final de sus vidas, viven según ellas deciden, como mi prima “R….,” de quien se sienten orgullosos,  todas las personas que la estiman, por su valiente y responsable actitud.

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