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Por José Vilaseca
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Que noventa años no son nada

    Llevaba intentado escribir un artículo "muy político" desde la víspera de las elecciones europeas del pasado veinticinco de mayo. Al fin y al cabo, nuestra querida vecina Carmen Vila escribe artículos muy políticos, mi buen amigo Toni Giner escribe artículos muy políticos para "la competencia" y todo el que tiene balcón por el cual vocear le ha dedicado siquiera cinco minutillos al arte de hablar, desde el cerebro, el corazón o la vesícula, de política.

    He llegado tarde, lo admito. Dicen que un gran artista no puedo ser perezoso, pero como servidor de ustedes no es grande (sólo gordo), ni se considera artista (conseguí el título de juntaletras en la quinta reválida), supongo que me puedo permitir el lujo de pecar de pereza. así que, cuando me he querido poner delante del teclado un nueve de junio para hablar de cosas que pensé un veintipocos de mayo, ya tengo las ideas caducadas, y me han adelantado por la izquierda y a toda velocidad, los bólidos de Pablo Iglesias, de Peter Lim o de Su Ex-Majestad Juan Carlos I, por poner solo tres ejemplos de lo rápido que cambia nuestro mundo.

    Sin embargo, creo que la persona de la que pensaba hablarles entonces (y ahora), es tan importante como el líder de "Podemos", el nuevo dueño del Valencia o el padre del futuro monarca Felipe Sexto (que suena a cantante de los setenta, mal que nos pese). Se trata de una mujer de apenas noventa y tres años, con la cabeza lúcida como para recordar los tiempos de la II República, los bombardeos de la Guerra Civil, las milicias forzosas, el hambre y todas esas cosas de las que, hoy, hablamos con ligereza a base de estados de Facebook y mensajes de Whatsapp.

    Esa mujer es mi abuela Bernardina. Y, como cada nueva llamada a las urnas, a pesar de que, debido a su delicada salud, esta vez tuvimos que llevarla en coche a las puertas del colegio electoral, insistió en ejercer su derecho a votar. A decir con voz bien alta que a ella no se la contenta con una ajustadísima paga de viudedad, y que quiere decidir. Quizá premió los aciertos de quienes nos gobiernas, o puede que castigara sus errores. Quien sabe si dio la oportunidad a un partido minoritario o entregó un sobre vacío, en una silenciosa queja hacia todo el aparataje político. No lo sé y, si lo supera, no lo diría. Porque ese es otro de sus derechos.

    En sus noventa y tres años, ha visto ganar y perder muchos derechos: Vivió la época en la que el padre de familia era el único que tenía potestad para el sufragio, o cuando debía pedir permiso a su padre o su esposo para tener una libreta bancaria a su nombre. Trabajó sin descanso junto a sus padres, ignorando el derecho a un día libre a la semana o unas vacaciones pagadas, y contempló el nacimiento de esa Seguridad Social que la ayuda a tener un buen pasar.

    Personalmente, sólo conozco el cómo y el por qué de estos derechos a través de los libros de historia. Ni siquiera ahora, cuando se discute ardientemente si Felipe de Borbón tiene potestad o no para ser el líder de nuestra monarquía constitucional, puedo afirmar que tuve nada que ver con ese maltratado libro, elevado a ley suprema cuando el abajo firmante apenas cumplía tres años.

    Sin embargo, me apena que muchas veces, jóvenes y mayores sólo nos acordemos de un derecho: El del pataleo. La queja insurrecta frente al poder de las urnas. Y nos encontramos con una mujer que camina lentamente hacia el siglo de vida, y que vio matar hermano por hermano para que tuviéramos el derecho de elegir, frente a aquellos que prefieren ignorar su voto, soñando con que al final todo se arregle a base de balas perdidas, guillotinas en plaza pública y contenedor quemado.

    Da mucho que pensar, sinceramente

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