¿Exceso de celo o falta de empatía?
Probablemente, “El Conde Lucanor” sea uno de los libros que con mayor vehemencia recomiendo, a cualquier edad, en cualquier momento: pequeñas perlas de sabiduría, apenas fábulas con moraleja que nos dan a entender que los años pasan pero las personas no cambian.
Como aquella historia del padre y el hijo que portaban un mulo cargado hacia el mercado y, encontrándose con gente a su paso, todos les criticaban por montar al mulo, o no hacerlo), llegando a la conclusión de que, actúes como actúes, nunca podrás tener contento a todo el mundo.
Muchas veces nos quejamos de falta de empatía social: Se hacen experimentos, con más o menos gracia, de cosas que ocurren a plena luz y a la vista de todos, que no consiguen despertar en nosotros la compasión, la caridad o la simple humanidad. Personas que se caen en la vía pública, animales que son abandonados en la cuneta, parejas que se abofetean dando grandes voces… Agachamos la cabeza, avergonzados, pensando en lo poco sociable que es nuestra sociedad, valga el juego de palabras, recordando que antes no éramos así, que los vecinos nos ayudábamos y que, como suele decirse, “todo esto era campo”…
Y es que, sintiéndolo mucho, en el pulso entre “viva la gente” y “cada loco con su tema”, ha ganado Serrat. Porque, cuando uno lee el periódico y descubre que un buen samaritano ha estado entre la vida y la muerte por proteger a una mujer maltratada de su pareja violenta (y, lo que es más gracioso, que la primera, en lugar de agradecerle la intervención salvadora, se queja diciendo “no tenía por qué haberse metido, nadie le ha llamado”), uno se lo piensa dos veces antes de meter la nariz en un puchero que no es el suyo.
Que se lo pregunten a mi mujer que, por interesarse por un bebé que berreaba en brazos de su padre se encontró con un “¿y a usted qué coño le importa?” que seguramente invitaba a pensar si, en lugar de haber sido en la calle hubiera ocurrido la escena en Facebook, cuantos “me gusta” y respuestas cariñosas hubiera recibido el llanto del niño.
Porque, en este punto de la pantomima social, del posturno, suelo contar una anécdota de mis tiempos mozos, cuando debido a mi trabajo “cerraba bares” y contemplaba lo más granado del mundillo quinqui y proxeneta. En uno de esos lugares del “ponme la penúltima, Lorenzo”, contemplé junto a mis compañeros cómo un respetable ciudadano de origen afroamericano (nótese la sutil ironía), le marcaba los cinco dedos en la cara a su acompañante femenina que, a pesar de su aspecto de ejercer el oficio más antiguo del mundo, no merecía la tribal bofetada.
Mientras tratábamos de reaccionar a la hostia (sin consagrar), el dueño del local fue más rápido y se interpuso entre ambos, tratando de sacar al mandingo a la rúa aunque fuera a empujones. Mientras defendía a la damisela en apuros, ésta se incorporó y le pegó un guantazo al mesonero, a traición y al grito de “¡es mi chulo y me pega cuando quiere!”; cogió a su chulo de la cintura, le estampó un beso en los morros y se fueron como alegre camarilla, aquí paz y después gloria. Desde entonces, y a pesar de poder ser tachado de insolidario, tengo claro que no me meto en querellas que no tengan “a los míos” como protagonistas.