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Por José Vilaseca
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Conversaciones interminables

    Una de las mayores ventajas de la era de la información, los “mass media” y las redes sociales, es que uno tiene a su alcance un sinnúmero de formas de comunicación distintas, generalmente instantáneas y con un público potencial enorme. Algo que, inicialmente, sólo puede suponer ventajas, cuenta con un defecto que se está comenzando a convertir en vicio: Se trata de la (mala) costumbre de extender hasta la náusea una conversación agotada, o eternizar un diálogo de besugos.

    Siempre he dicho que una opinión es como un culo: todos tenemos uno, pero no tiene por qué gustar a quien se encuentra frente a nosotros. Y de igual modo que algunos exhibicionistas se empeñan en ponernos sus posaderas a pocos centímetros de nuestra “jeta”, existen nudistas de la opinión que se empecinan en convencerte de “sus mierdas” por lo civil o por lo criminal.

    Da igual que sea en un discurso, en un debate televisado, en una comida familiar o en la no tan aséptica red social de turno; raro es no encontrarse con un fulano (o una fulana, con perdón), que hace del diálogo, batalla, y más allá de convencerte o derrotarte, se empeña en agotarte.

    Cierto es que hay días que uno está dispuesto a batirse el cobre como un buen Castelar, y que le hablen de lo que sea, que contestará… ¡claro que contestará! Pero igual de cierto es que hay momentos que, como se dice vulgarmente, no se tiene el “chichi” para muchos farolillos, y a uno le sobran los silbidos al Himno, el tripartito, el eremita de Emarsa, las barricadas y los parapetos, y le apetece discutir entre poco y nada; quizá por falta de tiempo, de ganas o de miedito a acabar como el Rosario de la Aurora.

    Y es en este preciso instante donde, en ocasiones, la naturaleza cansina de nuestro adversario dialéctico se desata, y no se calla debajo del agua. Podemos insistir en frases hechas y proverbios, como aquello que “dos no discuten si uno no quiere” o “cuando no tiene nada bueno que decir de alguien, mejor callarse”, porque seguirá dale molino al torno como si no hubiera un mañana, y poco le importará que le ignoremos, que nos alejemos prudentemente o que nos hagamos los despistados: se llegará a sentir incluso ofendido por no participar en su insufrible monólogo.

    Porque, del mismo modo que en ocasiones envidio a los norteamericanos, por fomentar el debate y la confrontación de ideas y posturas desde el más tierno “collage”, echo de menos alguna asignatura que nos enseñe, a todos en general y a más de uno en particular, a que no querer seguir una conversación no en signo de derrota, sino de cansancio.

    Que empeñarnos en alargar un diálogo, cuando la persona que tenemos enfrente está aburrida o molesta, está más cerca del masoquismo que de la política. Y que, definitivamente, para leer o escuchar determinadas tonterías, y esperar una respuesta, soy de los que retira la palabra, la atención y la respuesta; si hay siete mil millones de personas en el mundo, por ignorar conscientemente a una, no creo que pase nada, ¿verdad?

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