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Por Maria José Navarro
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Viajar ensancha el alma y la mirada

    Después del parón covid, por fin este verano he vuelto a viajar en familia fuera de España, en concreto nos hemos desplazado hasta Bélgica, ese pequeño país, cuya extensión viene a ser como Cuenca y Albacete juntas, y que alberga el parlamento europeo. Tal vez por ello, por ser el corazón de Europa y por ese concepto que nos han vendido de esa Europa idílica, impoluta y 40 años más avanzada que nuestra piel de toro, el viajar por ella nos sirve para poder eliminar ese sentimiento de inferioridad, valorar nuestros avances y darnos cuenta que no lo hemos hecho tan mal como algunos agoreros se empeñan en difundir.

    Nos hospedamos en un barrio fuera del centro histórico de Bruselas, y desde allí, pateando, recorrimos muchas calles del centro y de algunos barrios (nos gusta disfrutar de las ciudades en estado puro) y con los medios de transporte locales nos desplazamos a Brujas y Gante (típicos recorridos turísticos) y a Tournai, cerca de Francia, una de las ciudades más antiguas del país.

    Me han llamado la atención muchas cosas de Bélgica y de las ciudades visitadas. Por ejemplo, su sistema de recogida de basuras: no existen los contenedores de residuos tal y como los tenemos asumidos por estos lares. La ciudadanía saca sus basuras a la calle, y resultar bastante chocante ver montones de basuras en las puertas de las casas, con lo que eso lleva aparejado de suciedad y malos olores (que los contenedores, mal usados como pasa por aquí, tampoco te evitan).

    Para la recogida selectiva, tienen una normativa bastante rígida y que obliga a vecinos y vecinas a comprar unas bolsas oficiales (de venta en supermercados y bastante caras) con un código de colores según la basura a reciclar. Para poder deshacerse de las bolsas llenas, tienen un calendario en el que aparecen los días de recogida semanalmente, según el residuo que se trate (orgánico y deshechos en general, envases plásticos y metálicos, papel y cartón, o vidrio que se separa el transparente del de color), que obliga a los belgas a planificarse sus menús diarios y sus comidas familiares, para evitar tener los restos (sobre todo los orgánicos) en casa durante días.

    Sin embargo, si una bolsa de basura es sacada el día que no toca, el color de la misma no es el que corresponde, o no se ha utilizado una de las bolsas oficiales, puede quedarse en la calle sin recoger provocando una imagen de abandono y descuido.

    Otra cosa que me ha sorprendido es el tema de la movilidad: hay innumerables carriles para bicicletas, que es uno de los medios de transporte más habituales, y ahora los patinetes que han inundado las calles también los utilizan, pero no vi en ninguna de las que anduvimos (y no fueron pocas) un solo gesto amable para las personas con movilidad reducida: el empedrado de sus calzadas dificulta enormemente los desplazamientos por ellas, incluso para quienes no tienen dificultades de movimiento (llevar una maleta a rastras puede ser misión imposible), y la accesibilidad a las aceras es inexistente, lo que hace inviable su tránsito con una silla de ruedas. Y, para caos circulatorio absoluto, el centro de Gante, que a diferencia del resto no está peatonalizado, compartiendo la calzada tranvías, automóviles, bicicletas y peatones, generando un entretenido espectáculo propio de ciudades del siglo pasado.

    Y, desde luego, nuestra sanidad pública, esa que tanto vilipendiamos aquí, nada tiene que envidiarle a la belga, ya que disfrutamos de la universalidad que permite que todas las personas puedan utilizarla, tengan mayor o menor economía, y hay una coordinación entre el sistema de atención primaria y las especialidades. En el sistema de salud belga existe el copago, es decir, el o la paciente debe abonar la factura que le presenta su galeno, y luego remitirla a la mutua que se la reintegrará solo en parte, lo que hace que haya personas con ingresos bajos que no puedan acudir al médico y mucho menos hacer frente a las pruebas que se le prescriban, además de no existir relación alguna entre los médicos de cabecera y los especialistas, dificultando el seguimiento de la persona enferma. 

    Por supuesto, en nuestro país todavía tenemos algunas cosas que mejorar, como la corrupción política y la lentitud de nuestro sistema judicial en perseguirla y condenarla, que logran defraudar a la ciudadanía, pero hemos de reconocer que se han logrado grandes avances que nos ponen al nivel de otros países europeos, sin ninguna duda.

    Me declaro adicta a mi país, con todos nuestros claroscuros, y desde luego a mi ciudad, València, que en lo relativo a la movilidad está entre las mejores de Europa. Tenemos una sanidad pública para defender a ultranza y unas costumbres que nos hacen únicos, así que ya va siendo hora que nos lo creamos, nos quitemos los sentimientos de inferioridad alimentados por discursos sesgados de trasnochados patriotas y que, cuando algo no sea como debería, retomemos esa sana costumbre de salir a las calles a reclamar los servicios que merecemos y defender nuestros derechos.

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