Ser mujer
Nacemos pintadas de rosa, con un lazo enorme que nos ata a costumbres heredadas de una sociedad chapada a la antigua, aunque estemos en el s. XXI.
Nacemos rodeadas de aparentes buenismos que pretenden enseñarnos cómo ser, cómo estar, cómo vivir, cómo respirar… porque ser diferentes, querer cosas diferentes, vivir de manera diferente o respirar un aire diferente, nos convierte de inmediato en esas locas que pretenden ser alguien por encima de todo.
Nacemos con la imposición adquirida de ser las mejores hijas, hermanas, esposas, madres, abuelas… Esas que no pueden fallar, mujeres como Dios manda que siempre están y deben estar al pie del cañón.
Nacemos cansadas de pretender ser quienes no queremos ser, por no parecer prepotentes, arrogantes, trepas o usurpadoras de espacios que no nos corresponden, según algunos.
Nacemos con ese yugo y, a pesar de ello (o más bien por ello), levantamos la cabeza y miramos alto, muy alto, tanto como alcanza nuestra vista. Y cuando miramos lo hacemos pensando en nosotras, en nuestra capacidad de sobrevivir en un mundo en el que nadie se ha parado a pensar que somos necesarias. Que, sin nosotras, la vida se para.
Hace poco escuché una frase de la actriz Toni Acosta que decía: “Los sueños no se cumplen, como el que cumple años, sino que los sueños se madrugan, se curran, se estudian, se trabajan y, un día, ese sueño a lo mejor se hace realidad”. Tan cierto como la vida misma. Nuestros sueños, los sueños de las mujeres, en ocasiones pasan por las peores pesadillas y aunque madruguemos, estudiemos y trabajemos, tenemos que volver a mirar hacia delante y repetir el proceso, porque nuestros sueños suelen valer doble, por responsabilidad y compromiso con nosotras mismas.
Hemos ido adquiriendo derechos a lo largo de la historia democrática de este país, de antes ni hablamos, y hoy volvemos a escuchar discursos arcaicos que nos hacen retroceder en nuestra propia historia. Lo malo de todo esto es que esos discursos no los escuchamos unas pocas o se quedan en círculos pequeños de conversaciones banales. Se dicen sin pudor alguno en la tribuna del Congreso de los Diputados, en el centro de la soberanía popular, donde todas estamos representadas.
Discursos tan antiguos espetados por mujeres jóvenes, enfundadas en cuerpos de ancianas de bien, de esas victoriosas después de la Guerra Civil, amas de su casa y señoras de sus maridos franquistas al servicio del régimen.
Éstas que, gracias a la lucha de otras, se suben hoy a una tribuna y abogan por la abolición de derechos ganados por valientes mujeres, que hoy se avergonzarían y volverían a las calles a gritar por su libertad.
“No al aborto”, “No a las personas LGTBI”, “No al derecho a decidir”, “No a la inmigración”, “No a los diferentes”, “No a las personas que no son normales”, “No a las familias diferentes”, “No a morir dignamente”, “No a amar en libertad”… “No,no,no”.
Esta semana he sentido el orgullo de ser mujer y de formar parte de la historia de nuestro país, haciendo posible que no perdamos derechos. He sentido orgullo al doblegar esos discursos de odio hacia todas nosotras, apretando un botón para no dejarlos pasar, porque en nuestras manos está seguir siendo el motor de un pueblo que nunca se rinde, un pueblo de hombres y mujeres que han conseguido llegar hasta aquí sorteando obstáculos inimaginables.
La derecha y la ultraderecha, PP y VOX, quieren coartar nuestros derechos, ese camino recorrido con esfuerzo y sacrificio, derogar leyes, hacernos sentir dependientes y eso no lo vamos a consentir porque, más que nunca, hoy nuestra voz es clara y fuerte.
Somos esas que nos cortamos mechones de nuestro cabello, nos quitamos los velos, nos pintamos de colores y nos enfrentamos a la vida a sabiendas de que podemos perderla.
Decía Clara Campoamor: “He trabajado para que en este país los hombres encuentren a las mujeres en todas partes y no solo donde ellos vayan a buscarlas”.
No nos busquen, señores, porque aquí estamos y aquí nos van a encontrar.