Humor y política
España se levantaba el pasado 15 de junio con la noticia estrella de la semana. Unos tuits de humor negro con el terrorismo y el holocausto como tema. Publicaciones que para más inri habían sido realizadas hace 4 años por el concejal de Ahora Madrid, Ahora Madrid. Y hasta aquí los acontecimientos normales. Pero de repente en todo programa de debate que se preciara y en cualquier telediario se daba por condenado a Guillermo, nadie salía en su defensa entre y quien más se envalentonaba esgrimía el argumento de la descontextualización del tuit.
Como no podría ser de otra forma, a la gente no le importó el contexto –hablando en plata, se la sudó-. Además de que, la verdad sea dicha, tampoco es que dicho argumento se defendiese con excesiva efusividad. Enseguida se dio paso a la disculpa y a aceptar el error. Y esa misma es la gran clave de todo este asunto, ¿dónde está su error? Una gran parte de los medios de comunicación -¿o debería decir manipulación?- y por ende, una gran parte de la sociedad asumieron que por ser cargo público ya tenían el derecho a sentenciarlo. Pero… ¿lo tienen?
Cuando actuó Zapata lo hizo como ciudadano de a pie, sin mayor responsabilidad que cualquier otro. Ejerció su derecho a la libertad de expresión y nadie puede recriminarle nada siempre que sus declaraciones se encuentren dentro de la legalidad. Y ahora, señoras y señores, es cuando viene la pregunta clave, la que los medios nos han arrebatado, la única que realmente importa en todo este caso, la gran olvidada: ¿Dónde están los límites a la libertad de expresión? Esta pregunta tiene una respuesta muy rápida, la incitación al odio o la violencia y las injurias o calumnias. Ningún juzgado del mundo, suponiendo que se trate de uno imparcial –bendita utopía-, con un sistema legal que ampare la libertad de expresión podría nunca afirmar que por macabro que sea un chiste promueve en sus oyentes una predisposición al odio o a la violencia. Respecto a las injurias y calumnias ya nos encontramos con un caso distinto, pues se trata de algo que depende exclusiva y excluyentemente de la persona que pudiera sentirse ofendida cuando pudiese haber ánimo de ofenderla. Como sabemos, Irene Villa no solo no se sintió ofendida sino que continuó con el chiste, así que ese tuit ya podría quedar fuera de sospecha. Ante esta realidad incontestable que ha sido vetada del debate público solo Dios -o quien sea que haya allá arriba- sabe por qué, solo cabría un único argumento posible más. El de que al tratarse de un cargo público está obligado a un decoro en sus formas. El contraargumento es simple, él no era un cargo público.
Estamos en una encrucijada y debemos elegir. O exigimos que los cargos políticos sean políticos profesionales y escondan muy bien sus anteriores vidas, cuando eran gente normal –si es que alguna vez lo fueron- y por tanto preferimos vivir en una bonita y diplomática mentira; o exigimos que el político profesional debe morir y que la gente normal debe hacerse con la política. Esa gente normal que no es todo pose y traje y corbata, que deja ver quién es en realidad y no tiene que esconder su anterior vida porque sigue siendo su vida actual. Que no queremos seguir pasivas y pasivos mientras nos gobiernan, sino que somos nosotras y nosotros quienes tenemos que hacernos con el poder. Somos esa gente que sí, que hace tuits con chistes, que no en todo momento mantiene la compostura, pero que no podemos más con la situación a la que nos han llevado esos políticos profesionales y nos toca pasar a primera línea.
Porque, al fin y al cabo, el humor negro nos permite negar que haya algo sagrado, poder reírnos de los mayores horrores de los que es capaz el ser humano y, a su vez, impedir que el miedo y la angustia se extiendan a lo largo de la eternidad por esos acontecimientos. Y es que este es, al fin y al cabo, el verdadero objetivo de quienes causan dicho mal, que el miedo nunca se vaya. El humor siempre será revolucionario.