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Por Karlos Bernabé - Concejal Cambiemos Orihuela
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Corrupción: vieja enfermedad, nuevos tratamientos

    El enésimo golpe judicial al PP en la Comunidad Valenciana revela el guión, más o menos homogéneo, con que ciertas organizaciones políticas reaccionan ante la corrupción. Ante la mera sospecha, la primera reacción es proteger al acusado y cerrar filas en torno a la honestidad de las siglas: "nadie podrá probar que Bárcenas no es inocente", dijo Rajoy; después, al crecer la evidencia, llega el frío distanciamiento: "esa persona de la que usted me habla", rodeaba el gallego presidente refiriéndose a Rodrigo Rato; por último, ante el estallido judicial y la ira ciudadana, se sirve la cabeza del chivo, señalado como enemigo del partido. Patrón muy similar al de la mafia: los mismos que protegen, obsequian y sonríen son los que colocan lindos zapatitos de cemento bajo el mar a los capos que, en su torpeza o debilidad, ponen en riesgo a toda la familia.

    Esta tesis de "la manzana podrida" describe la corrupción como un fenómeno estrictamente psicológico, provocado por la poca honestidad de individuos aislados que, en su juego particular, pervierten el buen sistema democrático. Explicación doblemente tramposa.

    Abordar la corrupción como una cuestión de "buenos" o "malos" anula por completo el modo en que contexto, ideologías, relaciones de poder, o estructuras políticas determinan la conducta humana. Cuando el saqueo público es generalizado, resulta ingenuo ofrecer como única explicación la naturaleza individual. Si unas cuantas personas aisladas enferman, quizá tengan predisposición a hacerlo; pero cuando una patología se extiende de forma descontrolada, tal vez estemos ante una epidemia, en cuyo caso habrá que estudiar y combatir la enfermedad, no responsabilizar al enfermo. Se preguntaba lúcidamente Iñaki Gabilondo, “¿a partir de cuántos casos aislados dejan de ser casos aislados?”. Esta falacia no sólo resulta estéril para luchar contra la corrupción, sino que exime de responsabilidad a los partidos. El paradigmático caso del PP en la Comunidad Valenciana demuestra hasta qué punto la corrupción puede ser un todo estructural y no una suma individual.

    Del mismo modo, el análisis exclusivamente centrado en el corrupto ensombrece otra variable fundamental de la ecuación: el corruptor. La relación entre corruptelas y sistema económico resulta evidente. "La cara desagradable e inaceptable del capitalismo", decía un exprimer ministro británico. Las grandes acumulaciones de capital y el desarrollo económico descansan, al menos en parte, sobre alianzas entre gobiernos y élites económicas que pervierten la legalidad cuando lo necesitan. Allí donde la democracia levanta diques de contención al poder económico, la corrupción inventa formas para saltarlos.

    Quizá el problema no sea la manzana podrida, sino la toxicidad del agua con que cultivamos el manzano. Entender la corrupción como problema político, y no personal, es el único modo para combatirla desde la política. La actual crisis se presenta como espacio de oportunidad para hacerlo.

    Sin embargo, frente a quienes optamos por vías de transformación política, se oponen opciones de regeneración estética que, en esencia, no suponen cambio alguno respecto al modelo vigente. "Servidores de pasado en copa nueva" que critican lodos sin cuestionar los barros. Buena prueba es la grotesca "renovación" de un PP Valenciano que todavía anda en plena resaca judicial tras su inagotable "fiesta" (donde condones y bebida corrieron a cuenta del erario público). En Orihuela, ciudad donde, hasta hace poco, se investigaban 1 de cada 3 casos de corrupción en la Comunidad Valenciana y epicentro del caso Brugal, el partido responsable ha querido ocultar su responsabilidad política bajo un simple cambio de caras (y no todas, para contentar a las familias). Así las cosas, los nuevos gobernantes municipales tienen como único argumento para la regeneración democrática su pasaporte biográfico. Gente que, elegida en los despachos de Valencia, no venía de los altos cuadros del partido sino de su , digamos, "reserva social": personas de relevancia en espacios de la sociedad civil ideológicamente próximos a los partidos dominantes, desde cúpulas de ONG hasta altos cargos empresariales. Como si las ONG, bancos o empresas privadas fueran ajenas a la corrupción; o como si el no haberte corrompido fuera de las instituciones sea garantía de no hacerlo una vez dentro. El único argumento era su (supuesta) honestidad incorruptible. Resulta peligroso (y soberbio) presentarse con ese aire de infalibilidad mesiánica. Otros nos presentamos con un discurso mucho más humilde: no nos sentimos mejores ni peores personas que el resto (¿acaso sabe alguien cómo radiografiar el alma?); lo que nos diferencia es que entendemos la política de otro modo. No exigimos confianza ciega en nuestras personas, sino que proponemos otra forma de hacer política. Donde otros exigen fe, algunos ofrecemos cambio. La corrupción como enfermedad, puede, por supuesto, aquejar a cualquier sistema o partido político, pero unos tienen el sistema inmune más desarrollado que otros. Por ello, las fuerzas transformadoras no podemos confiar la batalla contra la corrupción a un mero desagravio comparativo frente al latrocinio reciente. Tampoco podemos esperar la eterna incorruptibilidad de los liderazgos carismáticos o las nuevas fuerzas. Cuando esta ola de cambio histórico se estabilice, sería bueno que la resaca no se lleve la oportunidad de crear nuevas instituciones y formas de gobierno que nos blinden frente al saqueo padecido, especialmente en al ámbito local, escala privilegiada para experimentar con nuevas y variadas formas de gobernar. Desde la innovación en los mecanismos de participación y control ciudadano, hasta el cambio del modelo de desarrollo económico, pasando por la reducción de salarios de los representantes para que éstos vivan como los representados; diversos ámbitos cuya transformación, pese a no inmunizar frente a la corrupción, si nos protege de la misma. Medidas que, en el caso de Orihuela, el PP ha despreciado.

    Las mafias no nacen por generación espontánea. Necesitan condiciones sociales dadas para hacerlo. La clave no es, pues, limitarse a detener a todos y cada uno de sus capos; lo importante es transformar el contexto social para que no vuelvan a regenerarse. No es tiempo de fe ciega en nuevas caras, sino de construcción colectiva de nuevas políticas.

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