Acompañar a migrantes y refugiados
Este domingo, 29 de septiembre, celebramos la Jornada Mundial del migrante y refugiado. El lema, elegido por el papa Francisco, para este año reza: “Dios camina con su pueblo”. El lema nos recuerda el éxodo del pueblo de Israel de Egipto y su camino hacia la tierra prometida; es un largo viaje de la esclavitud a la libertad que prefigura el de la Iglesia hacia el encuentro final con el Señor. Análogamente, dice el Papa, es posible ver en los emigrantes de nuestro tiempo una imagen viva del pueblo de Dios en camino hacia la patria eterna. En cada éxodo, Dios precede y acompaña el caminar de su pueblo y de todos sus hijos en cualquier tiempo y lugar. Hoy son miles las personas que huyen del hambre, de la guerra o de otros peligros graves, en busca de seguridad y de una vida digna para sí mismos y para sus familias. Dios los acompaña.
En este curso pastoral, dedicado en nuestra Diócesis al acompañamiento, hemos de prestar atención también a migrantes y refugiados. Estamos llamados a abrir nuestro corazón al amor de Dios, dejarnos transformar por él para acompañar a las personas migradas. Dios camina con y en los emigrantes. Quien acoge el abrazo amoroso del Padre en el encuentro con Jesús queda trasformado en manos que se abren a otros para que también ellos experimenten la cercanía amorosa de Dios: sea quien fuere, en este abrazo fraterno debe saberse amado como hijo de Dios y sentirse 'en casa' en la única familia humana.
Actualmente más del 18% de la población en el territorio de nuestra Diocesis son extranjeros; la inmensa mayoría buscan seguridad y una vida digna. No nos pueden ser indiferentes. Hacerlo sería entrar en el camino de la complicidad. Nuestra respuesta como Iglesia no puede ser otra que la que nos muestra Jesús en el Evangelio.
Ante el fenómeno migratorio es necesario examinar sus causas y trabajar por atajarlas en origen, así como regular el ejercicio del derecho de todos a migrar para evitar efectos negativos para todos. Pero también como Iglesia y como sociedad hemos de responder a los problemas de estos hermanos desde el punto de vista humano, económico, político, social y pastoral. Nos urge repensar nuestras actitudes personales, eclesiales, sociales y políticas, y redoblar nuestro compromiso real y efectivo con los migrantes y sus familias. Son ante todo personas con la misma dignidad sagrada que los autóctonos. Merecen acogida, respeto y estima. Hemos de fomentar actitudes y comportamientos de acogida, de encuentro y de dialogo. Es necesario conocer a las personas migradas y su historia personal y familiar para poder comprenderlas y acompañarlas. En ellos, el Señor viene a nuestro encuentro; son su presencia viviente en nuestras vidas.