Romper el pedestal
Hace años, en una de las clases de filosofía de Bachiller, la profesora comentó que Nietzsche, o por lo menos su obra “El crepúsculo de los ídolos”, solo lo llegamos a comprender cuando vivimos algo parecido a aquello que empujó al mismo autor a escribir y pensar. En este caso, Friedrich se dio cuenta de la cantidad de ideas que había en sí mismo que no eran suyas. Creencias y normas que no respondían a su voluntad.
No voy a matar a Dios, como explica uno de sus grandes pilares filosóficos, pero sí voy a romper el pedestal en el que he situado a tantas cosas y a tanta gente por delante de mí y de todo lo que de verdad importa. Si nunca habéis conocido a una persona que se encuentra perdida, que no sabe en qué puerto atracar, os lo pongo fácil: es aquella que idealiza sin control.
Por culpa de miedos que se anclan, traumas que se enquistan y dolores que se encadenan nos convertimos en animales que se alejan de su verdad y de sus valores; empobrecemos a nuestra persona inconscientemente y creamos al monstruo que todo lo destroza y todo lo intoxica. Brotan las dudas sobre nosotros mismos y, a su vez, nos sumerge en el autoengaño de que superamos inseguridades, cuando puede ser que solo las estemos afianzando más -o creando otras-.
En un libro que me estoy leyendo sobre hacer crecer tu autoestima, la autora y psicóloga hace referencia a una especie de villano interior, un antagonista que nace cuando más indefensos estamos y más perdidos nos sentimos. Y no es solo un impostor que crea pensamientos y se mantiene en silencio, sino que además simula una máquina que ejecuta y pasa a la realidad.
A ese Frankenstein le gusta la soledad y quiere arrastrarnos a ella. No a la soledad positiva de tu casa, de tu mente, sino a la oscura y fría. Aquella en la que no estás ni tú. Le gusta arruinar motivaciones, hace perder el foco de proyectos, envenena cualquier cosa, apaga las bengalas de ayuda que te lanzan, y hace creer que darlo todo de nosotros es lo correcto. ¿Y la gente que nos quiere? A esos los silencia, los vuelve invisibles y los aleja porque nadie más y nadie mejor que él (o ella) sabe qué es lo bueno.
Pero, escucha, ese monstruo, villano o antagonista de dentro lo controlamos nosotros. Podemos frenarlo y dejar de hacer lo que nos manda. ¿Sabes por qué? Porque forma parte queramos o no, y en cierto modo es lo que somos y toda nuestra historia. Nadie nos puede juzgar por el dolor que sufrimos y por todas las cosas que nos pesan al intentar volar, pero en algún momento sabremos que debemos dormirlo. No necesitamos cadenas o jaulas, solo darle el amor que no siente. Al final, está perdido y solo quiere protegerte de algo que no ve y que no entiende.
¿Cuántas veces hemos engañado a las personas con excusas baratas? “No tengo tiempo”, “verás es que me parece difícil”, “me quedo sin vida, te prometo que te llamo luego”, “esa cervecita, olvidona” o “algún café nos tomaremos, de verdad”. ¿Y cuántas mentiras nos hemos dicho a nosotros mismos? Y no hablo de las mentiras pequeñas o las excusas inocentes que van sin maldad; hablo de las que sabemos que van a doler. O incluso no, porque nuestro ego está tan inflado de falsas atenciones y nuestra responsabilidad afectiva está tan ciega por ese monstruo, que no valoramos nada ni a nadie que de verdad merezca la pena.
Cuando llegamos a ese punto, cuando nuestra persona ya ni se reconoce en el espejo y hemos terminado creando un personaje sin darnos cuenta, justo en ese preciso momento de caos, hay que parar en seco y preguntarnos cuál era el objetivo y qué queríamos conseguir. Porque si hemos dañado, arrastrado e incluso intoxicado de alguna forma a alguien, no es el proceso que queremos. Te lo aseguro. El que queremos nos hace libres, seguros y felices. No nos hunde cuando nadie ve. No nos hace querer estar solos y esconder las lágrimas.
Javier Marías escribe en Todas las almas: “La luz va variando y se va matizando continuamente y así da fe de que el tiempo avanza”. Me hizo pensar que somos como esa luz. Nos matizamos conforme pasa el tiempo, como es lógico, pero no podemos dejar de reflejar en los cristales, colores; en nuestros actos, consecuencias; y en nuestras palabras efectos. Y todo porque, en el fondo, el cambio asusta y araña. ¿Qué es lo valiente entonces? Seguir adelante, siempre hacia delante sin dejar que nos manchen de culpas que no hemos pedido, ni tenemos que exigirnos, ni disculpar.
Curarse es curar también el camino que vamos a recorrer para que no enferme como el anterior, como el que dejamos atrás. Centrarse en uno mismo es no olvidar quien enciende bengalas por ti. Mirar por nosotros implica proteger nuestros valores y a las personas con quienes los compartes. Asegurarse de que estamos sanando y de que queremos hacer bien las cosas no es dañar a los demás por miedo a la verdad. Romper el pedestal, hacerlo desaparecer, no significa ponernos en él.