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Mejor, peor; diferente

    La vuelta de septiembre siempre supone la vuelta o el inicio de muchas cosas. Algunos comienzan metas o proyectos nuevos, otros el final de algo, y unos pocos miramos el nuevo curso vacíos. No hay nada a corto plazo que comenzar, salvo la vida del adulto. Después de terminar los estudios necesarios mínimos que se nos exigían, encontramos la puerta semicerrada la mayoría de las veces. Sí, y no semiabierta, porque utilizar ese término supondría albergar algo de esperanza. Y no, no la tengo. Porque ahora mismo me planteo dejar mi casa para encontrar trabajo de lo mío fuera. Alegrarme de las oportunidades laborales de mis amigos debería ser normal, no extraordinario. Tengo que ser realista. ¿Tiene que ser tan difícil cumplir sueños?

    Hace un par de meses, en una reunión de amigos, bebiendo cerveza barata y comenzando a sentir el agobiante sudor del verano, planteamos uno de los debates que parece estar de moda entre las jóvenes generaciones: ¿vivimos mejor o peor que nuestros padres? La velada se convirtió en un interesante mar de cuestiones que queríamos abordar a la vez, de opiniones que chocaban o se enlazaban, de planteamientos atrevidos en todas direcciones, o, en mi caso, de cuestionamientos personales nunca antes apreciados.

    Este junio, el periódico El Mundo sacaba un artículo escrito por Elena G. Díez en el que se abordaba esta cuestión. Hacia el final, la autora citaba a Rubén Marquina diciendo: “mucha libertad, pero poco dinero para disfrutarla”. Cuando terminé de leerlo pensé primero que tenía razón, disfrutamos de más libertades y medios que nuestros padres, pero el nivel adquisitivo es muchísimo menor. Ni cotizamos lo mismo que ellos a nuestra edad, ni nos centramos en la calidad de vida, solo en la producción y la eficacia. Mirad qué tipo de pisos son capaces de aceptar los jóvenes por un alquiler asequible.

    Más allá de eso, comencé a pensar en la primera parte de la cita, “mucha libertad”, y no pude remediar el escalofrío que me recorrió la espalda erizándome el bello. Si viviéramos hoy en día en verdadera libertad como dice, no seríamos testigos de las atrocidades que vemos constantemente. Todo el colectivo LGTBI no puede considerarse libre sabiendo que pueden ser agredidos por una multitud y terminar heridos y humillados con navajas. Las mujeres no podemos sentirnos del todo libres sabiendo que gente de nuestra edad nos prohíbe ponernos un vestido, por ejemplo. Un joven que vive para trabajar, y no trabaja para vivir sin más tiempo ni ánimo para nada, es esclavo y no libre.

    No sabría decir si vivimos mejor o peor, sé que mis padres a mi edad estaban casados y con un piso, pero sin las opciones de futuro y los avances que se nos ofrecen hoy en día (aunque cueste un sacrificio excesivo para conseguirlas). Igual que al mismo tiempo, sé que para mis padres existía la semana del pollo a final de mes, como conozco las estrategias de los jóvenes para comprar más barato, cortarse el pelo sin necesidad de hipotecar tu riñón, e intentar ahorrar lo máximo para unas pequeñas vacaciones en recompensa. En ese sentido, sigo viendo los mismos patrones.

    Podría decir que se vive diferente; nuevos contextos, nuevas fronteras, mayor apertura y visualización de hechos anteriormente silenciados, avances que posibilitan muchas cosas que considerábamos irreales… Pero de fondo, como el regusto de un buen caldo, siguen coexistiendo necesidades y carencias de unas y otras generaciones. Quizás sea algo sistemático que se tenga que repetir como norma y de forma cíclica generación tras generación, o quizás algún día se llegará a un estado de bienestar, a una humanidad y a un respeto que pueda beneficiar las necesidades de las jóvenes filas llenas de un futuro prometedor, y no de una desesperanza  y alivio por llegar a final de mes.

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