El universitario apadrinado
Erase que se era, en el país de Nunca Jamás, un niño que, de pequeño, sus padres lo llevaron a una guardería de pago, porque de las otras, de las públicas y gratuitas, no existían en aquel bello país.
Años después, cuando todo ilusionado empezó a ir al colegio de mayores, se encontró con que no iba a ir a una clase en un edificio, tal como le contaban sus padres que habían existido en un tiempo no muy lejano. El lugar donde estaría su clase fue un «módulo provisional de educación», con aire acondicionado y todo. Pero a este niñito le pareció que aquello era un barracón, como los de la feria. Él quería ir a un colegio con sus pasillos donde correr aunque lo riñeran los profesores y entrar en unas clases con grandes ventanas, y con espacio suficiente.
Las notas que sacaba el niño eran ciertamente buenas, en todo menos en gimnasia, que le costaba saltar el plinto. Un artilugio de los años ochenta, con un parche en el cuero que le habían pegado hacía muchísimos años, y que a nuestro niño le parecía, más bien, una muralla infranqueable.
En la Educación Secundaria Obligatoria, la cosa no fue tan mal. Ya pudo saltar el plinto, aunque durante el invierno contaban los otros niños la leyenda de que existían unas las calderas para la calefacción, y que algunos padres decían que, si se les ponía fueloil, era posible que funcionaran y todo.
Nuestro niño, se hizo un mozalbete de buen ver y, gracias a las buenas notas que sacó pudo empezar el bachiller.
El bachiller es un periodo en la vida de todo niño en el que, además de tener las hormonas absolutamente revolucionadas, tiene que sacar muy buenas notas si quiere estudiar la carrera universitaria que le gustaría.
Por suerte nuestro niño, sacó unas notas más que aceptables que, tras una selectividad de infarto para él y para sus padres, logró sacar la nota media que le permitiría estudiar en la universidad de su ciudad.
Sus padres, por aquella época, como la mayoría de los padres, debido a una crisis económica enorme que hubo por aquellos lares, no pudieron pagar la matrícula a su hijo.
Pero, tal como ellos mismos hicieron en su día, confiaron que, dadas las buenas notas de su hijo y teniendo en cuenta los escasos recursos de que ellos disponían, los gobernantes permitirían estudiar al niño de nuestro cuento concediéndole una beca.
Una beca, en aquel país, era una ayuda económica que daba la administración de Nunca Jamás a quienes tenían dificultades económicas para pagarse los estudios y sacaban buenas notas. Y ello se hacía así porque se consideraba que era bueno que los ciudadanos tuvieran una cultura elevada y una formación consistente. Ello beneficiaba al país, a la economía, a los impuestos que se recaudaban. A todos en definitiva.
Pero como los inútiles gobernantes del país de Nunca Jamás se habían gastado los dineros de las arcas públicas en fiestas y jolgorios y con contrataciones para construir enormes edificios por precios que triplicaban los que se pagaban en países del norte, no hubo becas ni dinero para los nuevos alumnos.
Nuestro niño, hecho ya un hombre, desolado y ante la falta de expectativas en Nunca Jamás, pensaba en irse a trabajar a algún país del norte. Otros antes que él ya lo habían hecho, aunque no les había ido especialmente bien. Trabajaban en una cosa que llamaban “minijobs” algo así como “trabajitos pequeñines”.
Triste como estaba en un banco del jardín de su ciudad se le apareció un hada. Primero creyó que era simplemente una vieja más que le estaba dando de comer a las palomas. Pero, como no hacía más que mirarlo todo el rato, nuestro chaval la saludó con la cabeza.
El hada madrina se dirigió a él y le dijo: “Soy un hada pensionista, y como los malvados gobernantes de este país no son capaces de invertir en el futuro de sus ciudadanos y son incapaces de aprobar una ley de mecenazgo o regular los préstamos a coste cero para estudiantes, yo voy a pagarte la matricula de tus estudios universitarios.”
Y nuestro mozalbete fue apadrinado por el hada, tal como si fuera un niño de Burquina Fasso, para que pudiera estudiar en la Universidad.
Moraleja: Las hadas madrinas no existen o, en todo caso, hay muy, muy poquitas.