Que calor me da el racismo subliminal
La verdad es que las noches calurosas, casi tropicales, que estamos sufriendo me están afectando gravemente. Y cuando a ello sumamos una cena entre amigos de diferentes mentalidades e ideologías, la cosa bulle.
Esta vez el debate de la cena iba sobre nuestros vecinos magrebís que están viviendo legalmente con nosotros y que sus hijos ya son tan españoles como los míos y los suyos. No los ilegales, porque ahí la cosa podría desbarrarse por unos derroteros complicados.
Usted dirá: ¿y no podíais hablar de otra cosa? Pues no, porque uno de los comensales quería tratar el tema en profundidad y daba todas las vueltas posibles para exponernos su teoría y los otros parecían cómodos con el tema de debate.
El resumen era este: “los moros (¿se puede decir así sin que suene despectivo?) no trabajan, y no digo que todos vivan de ayudas del estado, pero ahí lo dejo. Porque la prueba más contundente es que en Mercadona no había visto trabajar a ninguno.”
Doy un trago al vino blanco acabando la copa, y me la vuelvo a llenar. Mi mujer me da una mirada de esas que da ella y que sustituyen perfectamente a una patada a la espinilla por bajo de la mesa. No se si para que no beba más o para que no entre al trapo. O para las dos cosas, porque la mirada fue de aúpa.
Y, como si él tuviese todos los datos estadísticos y hubiese comprobado la plantilla entera de la multinacional valenciana, mantenía que esta era un reflejo de la sociedad y que en ella debería trabajar un porcentaje similar de moros. Y no era así.
Y, como casi siempre que bebo vino, la contestación se me ocurre al día siguiente.