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Valencià
Por José Manuel Puchol Ten
Crónica de l´Alcalatén - RSS

El farolet de meló de alger

    Antigua costumbre valenciana. Juego de niños, que al anochecer de las calendas estivales, iban con un farol por los barrios cantando la tonadilla de los serenos.

    En verano, en plena calle se montaban improvisadas terrazas veraniegas junto a las puertas de casa. Sillas de esparto, taburetes y traqueteantes mesas, formaban el popular mobiliario en un entorno de jolgorio y bullicio propio de la chiquillería, y los vecinos afines. El juego de naipes, la tertulia y la cena de pa i porta, eran el eje central de la escena. Cacahuetes, altramuces, y el porrón fresquito con vino y gaseosa, daban pie a la amistad, a la buena vecindad.

    El postre de la compartida cena callejera solía ser un melón/sandía, del cual, con una cuchara se extraía toda la pulpa, y manos artesanas, con una navaja o cuchillo hacían los celebres “farolets de alger”.

    Se trabajaba sobre la piel o caparazón, rascándola con sumo cuidado para no romper la corteza de la citada fruta. Los grabados más tradicionales (en vaciado), eran un sol, una estrella y una luna. Se abrían agujeros de ventilación, y a continuación se procedía a realizar cerca de la apertura superior tres agujeros simétricamente equidistantes por los que se pasaba una cinta o un cordel fino. En la coronilla o tapa, se hacían otros tres, procurando que coincidieran con los primeros de manera que la coronilla quedara a tres o cuatro centímetros por encima de la boca del “farolet”.

    Se encendía un trozo no muy grande de cirio y dejaban caer unas gotas de la fundida cera sobre el fondo del mismo. Apagado el cirio, este se introducía rápidamente en el “farolet” antes de que la derramada cera se endureciera, quedando fijado en su fondo, y con ello el farolet acabado. A continuación, se anudaban más arriba los tres hilos juntos formando un asa que servía para su sostén y transporte. Encendido el farol, se paseaba por la calle entonando la canción del sereno.

    Por aquellos días la iluminación eléctrica era muy deficiente, los apagones frecuentes, y además, en las casas de campo aisladas se alumbraban por la noche con el candil de aceite, el quinqué de petróleo, o con la luz de carburo y cirio de cera.

    Tiempos de cuentos y fábulas. Sombras proyectadas por la tenue luz, que daban pie a todo tipo de visiones y apariciones. La imaginación no tenía límites. Historietas contadas por nuestros abuelos, que con acompañamiento de todo tipo de ademanes, nos hacían temblar como hoja en vendaval.

    ¡Qué tiempos!

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