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Por Francisco Planelles
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Diario íntimo de un ternero

    Leer un artículo escrito con sentido común y buena onda, siempre resulta grato y reconfortante.

    Planear un ser, buscarle padre, madre, verlo nacer, acompañarlo en su crecimiento y mandarlo al frigorífico, es un trauma muy doloroso.

    De esta experiencia nació “Diario íntimo de un ternero” A Don Santiago Ríos se lo dedico con afecto.         

    Nací en primavera, entre campos floridos de lotus y tréboles. Exhausto por el esfuerzo y temblando de frío, mi cabeza oscilaba como el péndulo de un reloj, cuando sentí sobre mi cuerpo la caricia materna alisando mi pelo.

    Mi corazón, reconfortado, latió con fuerza impulsando la sangre y llenando mi cuerpo de energía.

    Instintivamente traté de incorporarme y recuperar mi paraíso perdido. Las patas, apoyándose, levantaron el trasero; las manos siguieron el ejemplo, y con asombro vi cómo el suelo se alejaba de mis ojos.

    Permanecí apoyado sobre las patas por breves segundos, hasta que, sin fuerzas, me vine al suelo.

    De ése mi primer intento me sentí orgulloso y satisfecho. Descansé. Junté fuerzas y lo volví a intentar una y otra vez, hasta que di los primeros pasos en busca de mi madre. En su cuerpo, sin saberlo, encontré en el calor de su vientre, el tibio néctar de la leche.

    Mi madre, mi campo, mi mundo... De pronto descubrí, no sin asombro, que no estábamos solos. Descubrí que yo era mitad Hereford y mitad Limousin.

    Que tenía madre, padre y cincuenta hermanos, todos en el mismo potrero.

    Con ellos fui descubriendo el mundo de los pastos. En el olor reconocí al miomío con su veneno y me hice amigo de los teros, que vigilantes velaban mis sueños.

    -¡Mamá! ¿Por qué los pájaros vuelan y yo no puedo volar?

    Sonriendo, mi madre me preguntó:

    -¿Y para qué quieres tú volar, si no hay pastos en el cielo? Evita las distancias. No traen nada bueno.

    Me contó que su abuela vino de campos lejanos, con veranos tórridos, con inviernos gélidos de pastos escasos,  donde la cascabel era la dueña de los peñascos. Luego me dijo: -Tú aquí lo tienes todo. Sombras para el sol, resguardos para el frío, serpenteantes cañadas de frescas aguas en donde calmar tu sed y refrescarte en verano, y un trato de humano respeto. ¿Para qué quieres volar, si todo lo tienes sobre este suelo?

    Y era verdad. Con los pies en el suelo, fuerte y robusto fui creciendo.

    -¿Quién es ese hombre que pasea por el campo a pie y sin perros? -le pregunté a mi madre siendo aún muy pequeño. ¿Por qué a su paso tú no te levantas y sales huyendo?

    -Ese hombre es tu dueño. Nadie en el campo le teme, salvo los hombres y los perros. Él, al pasar, te observa, y sin prisas ni pausas, sigue su camino hasta perderse en el sendero.

    Así fui creciendo. Un día llegó el veterinario, seguido por el capataz, y uno a uno, nos fueron eligiendo. A mí me llevaron al potrero del camino, junto al embarcadero.

    Al amanecer, vi detenerse frente al campo un enorme camión. El conductor esperó a que el capataz le franqueara el paso. Arrimó la puerta de la jaula a la boca del embarcadero y con palos y gritos fuimos obligados a subir al camión.

    Apretujados, más por temor que por falta de espacio, vimos cómo iba quedando atrás el campo donde nacimos, el paisaje con el que soñamos y el espejo de agua donde calmábamos nuestra sed.

    ¡Qué largo se nos hizo el corto camino!

     Al llegar a nuestro aparente destino, vimos con sorpresa un campo de corrales y de altos edificios. Sentí miedo. No había caballos ni perros. Tan sólo pasadizos.

     En lo alto divisé a mi dueño y se me abrió el cielo. Perdí el temor y suspiré tranquilo.

    Por pasillos estrechos fui penetrando en los altos edificios, cuyos techos rozaban las nubes. Sentí el agua correr sobre mi cuerpo y mientras iba ascendiendo, perdí de vista al cielo.

     Un golpe en la nuca y caí al suelo. Me sentí levantado de una pata. Luego, un golpe en el cuello. Todo era blanco, rojo y espeso. Por un segundo me pareció ver a lo lejos a mi hermano, colgando, y que le estaban arrancando el cueee...

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    comentarios 9 comentarios
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    04/08/2010 02:08
    La razón de la sin

    Mi querido amigo. Las mismas dudas tenía yo, hasta que leí a nuestro apreciado contertulio el Sr. Megías.

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