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Por Vicent Albaro
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Veraneo añejo I

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    Veraneo añejo I- (foto 1)

    Lo contaban las abuelas a la fresca cuando las había, abuelas y fresca. Y “haberla” era sentarse a coro en la calle, en un punto previo y determinado toda la vecindad, cuando la canícula ha desaparecido. Mientras las tinieblas se adueñan del barrio y con ellas se templa la sofoquina, llega el fresco agradecido y toca hacer de tertulianos sin cobrar hasta las tantas, comentando los acontecimientos más relevantes acontecidos. Hechos reales o historias inventadas, qué más da, si de lo que se trataba era de convivir y arrejuntarse en armonía vecinal. No había Tele, ese invento diabólico que lo ha arrasado todo manipulando conciencias. Esa ventana que desde que la información se convirtió en jugoso negocio, manosea las cosas por interés particular de grupo para conducir a los mortales adictos a ver lo que quieren ver, y hacer lo que los otros les mandan con sutil encantamiento. Lo contaban las abuelas a la fresca, en el cine nos hacen ver que los burros vuelan. Y con el tiempo se ha demostrado que ahora los burros, ven como todo vuela o lo parece.

    La fresca estival ha muerto. RIP y amén. A lo sumo algún reducto testimonial de aquellos enjambres de gente mayor, joven y chiquillería de antaño. A la fresca no la mató solo la TVE, no que va. La mataron los aires nuevos que traían aquellos años de progreso alocado y atolondrado, que arruinó la faz poética de la villa mirando al balcón del río. La mejor huerta de regadío con su red de acequias y balsas de agua, convirtiendo las casetas de aperos y viejas construcciones con aire modernista, en chaletitos de discutida estética entre cutres y quieronynopuedo o megavillas de agárramelas en Marbella, casi todo ilegal por supuesto. ¡Qué gloriosos tiempos! A la fresca la mató una forma de ser y actuar que cambió a la gente con el tiempo, lo que los sociólogos llamarían un cambio de pauta social. O sea la pela manda.

    La pela motorizó a los mortales y los llevó al maset con su balsa reconvertida en piscina. La pela se los llevó aún más lejos, a la orilla del mar porque eso era lo que molaba, lo distinguido. Y allí se mudaron los de la antigua fresca, con toques de cosmopolita aluvión, pues como todos venían de distintos pueblos con idénticas costumbres, se hermanaron de maravilla. La pela lo trajo todo y lo quitó todo también. Los jóvenes motorizados salían en escuadras jerezanas a las villas circundantes a disfrutar de los festejos, sin moto o coche ya no eras nada. Un pringado sin mayor destino aciago que estar con cuatro viejos chochos, escuchando historias en la acera que ya no interesaban a nadie, sentados en sillas de boga. Un plan chungo y aburrido, mientras la moda corría con melenas al viento en vehículos a motor; y mientras la juventud y el buen ambiente estaban orillados al mar.

    Los veranos son calurosos y extremados por estos pagos. Cuando el río era un remanso de beatitud y frescura, sus aguas transparentes por donde flotaban los cluixidells y remontaban corrientes los barbos y las madrillas, era entonces cuando se podía nadar. Y darte un “cabussó” a la Roca Morena o al Azud, con sus aguas vivas y puras de nívea frescura, era un gozo tan grande y saludable, que da pena contemplar el secarral en que ahora se ha convertido. Quien ha visto aquellas aguas azules y verdosas según la hora de luz, las corrientes y limpias, es imposible que no se entristezca y acongoje con lo que ahora hay. O sea nada. No se entiende el verano sin agua, nada existe sin el agua. Y camino de esa nada andamos.

    Este es un pueblo que en verano se queda solo. Los del pueblo veranean fuera, los otros tienen otro pueblo más serrano a donde refrescarse. Y los que nos quedamos aquí, por cargo o por fuerza, podemos ostentar el título de solitarios con diploma incorporado. La explosión industrial nos rodeó de edificios de pésimo gusto, salvo honrosas excepciones. Todo se instaló en las feraces huertas y extremaladas con derecho al agua pantanosa. La urbe creció en expansión y en altura, más no en amplitud y espaciosidad verdosa. El casco urbano es abigarrado y conglomerado con un par, una especie de panal recostado al monte de San Cristóbal de reciente festividad, donde pululamos las abejitas zumbando todo el año, menos en verano que muchas han emigrado. La nube de polvo a modo de boina, nos condena de forma perenne al respirar fatigoso. A contemplar con resignación cristiana la manida sentencia de que: “Polvo eres y en polvo te convertirás”, pero que sea tarde, cuanto más tarde mejor.

    Así que los veranos de la villa, al menos en mi caso, son cuanto menos un sacrificio al dios pagano del progreso y la tontolinez humana. Y por eso el que puede, se larga. El invento de las vacaciones ha venido a resultar una ventana a la celda de castigo. Me puteo todo el año, pero me casco quince días a “tutti plein”, y soy el rey del mambo. Y lo cuento en fiestas al carafal, para sacarles los dientes pantojiles al resto de la peña. Bueno eso era antes, hoy como todos salen a correr mundo, la gente está muy viajada; las historias son ya múltiples, diversas y jugosas. Es como retroceder a la fresca de antaño, pero en el herrumbroso repés de barrotes del carafal. Rodeado de gente gritona, con olor a caca de vaca, pringado de saurón playero maloliente, con tufillo a humo de jodido petardo de niño malcriado. Por si todo esto fuera poco, añade las salpicaduras de sangría en la camisa recién puesta; por obra y desgracia del niño que no quiere merendar y de la pataleta, vuelca el dichoso vaso de plástico y plash. Esto no es la fresca, es el tedio por antonomasia de las tardes taurinas, interminables y agotadoras, mientras cada cual cuenta su escapada de verano y consecuentes aventuras en ristre.

    Y no es que no exista la fresca, que va a ser que no. Es que ya no queda nada de nada de lo que a uno le recuerde ni de lejos, que este lugar alguna vez tuvo plagado de gentes apegadas al terruño. Que gozaban de parajes naturales intactos, incluso refrescaban melones y sandías, o removían “paperets de llimonà” las noches de luna, en unas aguas de fuente que al alumbrarse, alumbraron al unísono una gran fiesta como la del Rollo. Es que ahora esa agua es imbebible e insalubre. Y me sigo preguntando, ¿Cómo olvidar esto? ¿A quién contarlo y para qué, si nadie va a hacer caso, si no importa un carajo? Y me entró un estremecimiento de rebeldía al escribir esto, y juro por San Jaime y Santa Ana la calenta, que este año, le hago un “farolet de meló” a mi nieta, y le explico qué es y para qué servía.

    Es lo poco que puedo hacer, no puedo luchar contra el Clan de TVE, ni contra Disney Club, ni contra Baby TV. Hay que joderse, pero mi nieta tendrá su farolito del melón. Como me llaman Xiquet d’Alcalatén.

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    comentario 1 comentario
    Vicent Bosch i Paús
    Vicent Bosch i Paús
    20/07/2015 07:07
    Bon article.

    Ho has descrit a la perfecció. La pecúnia ho ha desfet tot, per a bé, per a mal? Cada un és fill de la seua època. En la meua infància el que tenia una bicicleta de dues rodes, menuda, era envejat i la bicicleta cobejada per a pujar en ella, així com tenir un "carret de rosses", tenir un "aro" i un granxo per fer-lo rodar, com també anar-hi a veure la TV al carrer el Vall (Vicente la "Comare"), la Sang... En els anys 50-70, si haguérem tingut el que tenen ara, ni haguérem jugar a pot, a marro, a fava, a "parao" a boletes, a les baldufes, a salta cavalls, a rompes, a tacons...

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