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Por Vicent Albaro
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Tiempo de oración

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    Tiempo de oración- (foto 1)
    Tiempo de oración- (foto 2)

    Tiempo de Cuaresma. Y están los tiempos como para no rezar. Eso el que sepa hacerlo o se acuerde, porque hoy en día el pasotismo es de tal grado, que no es que esté en crisis la oración y por justa correspondencia, la iglesia; sino que está todo en entredicho y dubitación. Y eso es malo, porque perder las certezas conlleva a perder la esperanza, y de ahí a la nada hay solo un paso. Un terrible y fatal paso. Uno de los momentos más gratos de mi vida en la Peregrinación por las Ermitas, era cuando tras el rosario entonábamos las letanías Lauretanas: “...Estrella de la mañana, Rosa mística, Torre de David, Torre de marfil, Casa de oro, Arca de la alianza, Reina del cielo…” como no enternecerse ante este lenguaje tan hermoso, fluyente en un insuperable cántico amoroso a la Virgen. Gritadas alegres, a voz en pecho con el movimiento del caminar, el sonido de los bordones golpeando el suelo, la brisa en el rostro sudoroso y el empeño por lograr todo el anillo de oración marcado, al final descubrías que la devoción a María, era el mejor recurso para superar la desorientación y preocupación por la noche oscura que vive la Iglesia desde hace años.

    A la arrogante y orgullosa seguridad de ser dueños del universo, le ha bastado una pandemia y una guerra reciente en el corazón de Europa, para darnos cuenta del error práctico de ser esclavos de la tecnología y de la manipulación de los medios. Se han acabado todas las seguridades de un golpe. Nunca nos habíamos sentido tan impotentes encerrados en bloques vulgares de gusto barato, coartados de libertad. Mucha gente huyó a los campos como precaución al contagio, pero era una huida encadenada al esclavismo rampante. No es la vivencia en armonía con la naturaleza en esa escala humana, de la pobreza feliz de nuestros antepasados. De la frugalidad acogedora de los pueblos de antaño que lo daban todo al viajero. No es eso. Es una huida del núcleo urbano, para mantener el encierro con el pensamiento y los vicios modernos. En el cuadro de Millet del Angelus, el labrador fatigado se descubre con la cabeza inclinada, reza a la Virgen con el sombrero en la mano al lado de su esposa. Escuchará sin duda el tañido de las campanas en comunión con el trabajo del párroco que eleva a Dios en la iglesia lejana, porque las campanas son una bendición que unen con su sonido a la oración de: enfermos, impedidos y todos los que quieren hacer su comunión espiritual.

    Si esto que escribo hoy, sonroja a alguien o abochorna, se ríe o simplemente lo ignora, estamos en el camino recto que lleva a la muerte de la cultura cristiana. Han bastado dos generaciones para que las teorías del racionalismo, el liberalismo y ahora el postmodernismo, hayan convertido a Occidente en tierra yerma. La figura de Cristo ha sido vetada en nuestra sociedad en pro de una laicidad interesada. Las nuevas generaciones crecen en el más absoluto vacío religioso, en una atmósfera de mofa a los valores cristianos y la banalización de la liturgia de la Iglesia. Y esto no es banal, tiene como finalidad el crear pequeños dioses autosuficientes que no necesiten de ningún Dios, o ente superior. Y lo están consiguiendo, para dar razón al clásico: ”Quien no cree en Dios, puede creer en cualquier cosa”. Se golpean las tradiciones de la Iglesia, se profanan los santuarios, se insulta a los consagrados o se les mata en algunos lares. Todo lo que huela a incienso está mal visto, o se le disfraza de viejas tradiciones populares sin mayor trascendencia, que culminar un rito más o menos folclórico. Y ante tanto anticristiano profesional, cabría preguntarse: ¿Dónde están las voces para alertar de este magnicidio confesional y cultural? ¿Las hay? ¿Están enzarzadas en envidias, rencores y odios personales? ¿O están calculando la fecha propensa para la cobarde apostasía?

    Vivimos en una sociedad compleja y de futuro incierto. Los diez mandamientos de la Ley de Dios, aprendidos de carrerilla por muchos de nosotros se infringen sistemáticamente, o se le ha cambiado el título por el de: Derechos Humanos. Dios en sí es cuestionado y considerado un invento humano. Ya muy pocos leen la Biblia, a los niños se les mata antes de nacer, a los viejos al menor temblor son recluidos en un asilo, el final de una vida se ha declarado ya por prescripción médica. Se roba impunemente. Los matrimonios si los hubiere, igual civiles que religiosos, duran lo que una calentura; la fornicación y el adulterio son promocionados hasta en programas televisivos de hora punta. Todo es como una mascarada, una desesperante muerte del alma, una tolerancia neopagana que pregona que casi es un delito ser cristiano. Hoy no se queman las iglesias pero se promociona su vaciado, no hay mártires devorados por leones en el circo romano, pero se jalea un terror consentido de aparejar al creyente con la imbecilidad, la moral estricta y hasta el extremismo político. La iglesia misma aparece dividida entre su jerarquía, con ejemplos poco edificantes.

    Como dicen algunos, estamos llegando a otra nueva caída del imperio romano. Así que entrados en Cuaresma y con todo en contra, los creyentes tienen un reto titánico, si siempre pensaron que la Iglesia los salvaría en las horas de tribulación, son ellos mismos quienes ahora deberán luchar por salvar a la Iglesia. Porque en este tiempo de buenismo e hipocresía, de valores travestidos, donde impera la fachada y se carece de introspección, bueno será quitar pajas y ruidos vanos, para centrarse en el eje del misterio. Y aquí tomo las palabras de John Senior: “Sin la Iglesia, aún quebrada como está, la oscuridad sería insoportable. Para quienes se hallan al borde de la desesperación, especialmente ahora, es esencial recodar que la Iglesia nunca se parece tanto a Cristo como cuando se ve herida y traicionada desde dentro”. La razón siempre es la misma, solo en la vida invisible de la Iglesia se encuentra el amor de Cristo. Vengan procesiones y demás actos, bienvenidos sean si quien va, sabe a lo que va y lo que representa. “Amor aecus est”.

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