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Por Vicent Albaro
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Soledad impuesta

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    Soledad impuesta - (foto 1)
    Soledad impuesta - (foto 2)

    La soledad es más que una palabra o un nombre de mujer, la soledad es un estado de vida. Y me gustaría hablar del camino de las “soledades”, cada vez mayores y sonoras. De las soledades buscadas y de las impuestas, porque no son lo mismo aunque lo parezcan. Y se preguntará el amigo lector, a qué santo viene este tema que parece nimio e intrascendente. Lo parece pero no lo es, existe en nuestra sociedad una terrible plaga de desafectos que acaban en una insoportable soledad. Con motivo de reunirse anualmente con los peregrinos de las ermitas, hallas entre los veteranos un clima de confidencialidad maravilloso; solamente existe este don entre aquellas personas que comparten algo bello, experiencias sublimes o de sufrimiento y complicidad, que les lleva a compartir sentimientos sin rubor ni timideces absurdas. En este clima se abren los corazones y el alma habla de sufrimientos, dolor, alegría y soledad, mucha soledad.

    Especialmente esa soledad impuesta por golpes que da la vida, el fallecimiento de un ser querido, la separación matrimonial, el desengaño social, la frialdad de los hijos, una jubilación que no cumple expectativas, problemas laborales y económicos, la enfermedad súbita, los amigos que dejan de serlo, una disputa menor que el ego convierte en una montaña insalvable, desdenes perennes, etc., en una palabra, la convivencia social misma. La que hace unos años se resolvía con cierta facilidad, hoy por hoy, levanta muros infranqueables y enemistades definitivas. Si eres de los que en nada te afectan estas situaciones, puedes dar gracias a Dios por ser un privilegiado, pero tarde o temprano saldrá tu número del bombo para engrosar la lista de candidatos al vacío existencial.

    Por mi experiencia atisbo en la gente mayor esa mengua de autoestima, tinieblas en el horizonte vital y un río silencioso de sufrimiento personal, ingredientes sobrados para cocinar un perfecto “masterchef” de soledad. Si añadimos una exclusión cultural ante lo irreconocible de los tiempos en que nos toca vivir, con aquello que ellos vivieron en su juventud, les enseñaron como pautas de vida y jalonaron su existencia, el resultado puede ser apocalíptico. Muchísimos son los casos de auto marginación, de ensimismamiento, de aislamiento propio y de allegados. Un pueblo vacío de gente en días ordinarios, y repleto en jornadas señaladas es un mal síntoma. Mareas de gentes que no se comunican y pululan como zombis alrededor de una celebración, que ni siquiera conocen en profundidad y menos su origen. Revivimos el gran libro de David Reisman: “La muchedumbre solitaria”. Y surge la pregunta, ¿Cómo ayudar? O… ¿Se deja ayudar el solitario? ¿Sabe que lo es?

    Moralmente opino que hay que ayudar, el problema es cómo. Muchos forman parte de “oenegés” con buena intención, se van a tierras lejanas, o luchan por salvar tal o cual animal. ¿Y quién salva a ese inmenso ejército de vidas sin compañía? Y al lado de casa. Hay voluntarios y leyes de dependencia con asistencia domiciliaria, hospitalaria, etc. muy plausibles, ¿pero llegan a todos? Y si son funcionarios, es decir profesionales del ramo de la asistencia, ¿Tienen un horario y fichan al entrar y salir del trabajo? ¿Y después de fichar, qué? Se ha perdido un arte que nuestras abuelas practicaban con maestría, el arte de consolar. Siempre la primera ayuda ha sido la de la familia, los amigos, vecinos y otras personas cercanas, dando apoyo a ese ser desvalido, caído en desgracia. Sin medios, ni posibles como ahora, guardaban en su corazón el poso del buen samaritano, como herencia religioso-cultural, como pertenencia a una sociedad con valores y altura de miras. Hoy el consuelo, como casi todas las cosas, se ha profesionalizado, goza de título universitario en la pared de un despacho, tiene horario de visita y minuta a la salida.

    Buenas son las asociaciones religiosas, de jubilados, musicales, de manualidades, artísticas, deportivas, de caza y pesca (si les dejan), de todo aquello que reúna a la gente en torno a una actividad benemérita, que palie en lo posible el drama de la soledad. Y que esas sociedades tengan como meta el bienestar de la gente y no la competitividad, ni la promoción personal, generadoras de fricción y mayores desencuentros. Porque todos no son felices escuchando buena música, o disfrutan con la lectura de libros, o tienen el criterio suficiente para discernir las pócimas venenosas que les sirven precocinadas en la televisión. Sería bueno un voluntariado, para ayudar a los menesterosos de casa; a los que la soledad les ha dejado fuera del tejido social y a los que lo están, y todavía no lo saben.

    En la próxima ruta de soledades, hablaremos de la soledad buscada, que a diferencia de ésta, es una opción personal consciente y fluye por los caminos más variados.

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