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Por Vicent Albaro
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La senda de los árboles perdidos

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    La senda de los árboles perdidos- (foto 1)

    Ha acampado entre nosotros la moda del día de “algo”. Ha de haber un día de algo concreto por más pintoresco que sea, para resaltar su presencia entre nosotros y apoyar la causa, que de ser justa, aporta riqueza material y moral, así como visibilidad social para paliar sus efectos nocivos  en caso de graves enfermedades o carencias vitales. En mi opinión faltan días del año para las causas justas, y sobran intenciones someras por no decir ocurrentes. El día del árbol se ha instalado desde hace años en nuestra sociedad, lo he vivido desde las instituciones públicas y también desde la iniciativa privada. La cuestión pública trata de concienciar a los más jóvenes con la conservación de la naturaleza, así que se les facilita a los escolares un plantón de arbolito, quercus o pino, y en el monte todos en rebañito, se planta, se riega y adiós muy buenas.

    Acabada la colorista fiesta infantil con monitores y maestros, los niños vuelven a sus quehaceres diarios y allí queda el pobre plantón, a merced de los elementos. Si se ha plantado hondo, con un suelo drenado y posibilidades de riego posterior, habrá resultado un éxito. De lo contrario, la sequía estival que nos  visita cada año, no dejará plantón sin cabeza y adiós muy buenas. La intencionalidad es loable, la actividad plausible pero los resultados son dudosamente efectivos. Porque no son solo los plantones escolares los que acaban muriendo en la sequía, sino también otros más cuidados y resistentes que no pueden sobrevivir con períodos tan largos de calores extremos y faltas de lluvia.

    Los que pateamos monte y tenemos la suerte de observar con mirada escrutadora, puedes distinguir perfectamente aquellos árboles aclimatados, y que a pesar de tantos inconvenientes, resisten estas temporadas de extrema sequedad aguantando el estrés hídrico con relativa facilidad. Y no son otros que los que nuestros antepasados plantaron por bancales y llanuras de norte a sur y de este a oeste. Hablamos de olivos, almendros, higueras y algarrobos. Los que no han sido engullidos por un pinar alocado que crece sin mesura, languidecen a la vera de caminos, en fincas yermas o montes intrincados, abandonados a su suerte por los descendientes de aquellos que lograron matar el hambre con estos árboles. A estas nuevas generaciones les importan un rábano los quebrantos y sacrificios de sus mayores. Heredar una finca rústica es para muchos un problema, heredar un pedazo de tierra es como entrarle tierra en los ojos, molesta y hay que limpiarla cuando antes. En esta historia no hay beneficio a corto plazo, y sí gastos, cansancios y sudores.   

    Y es cierto, hay mucha verdad en ello, y a nadie se le puede exigir ser un héroe de los labrantíos de secano. Invertir para no ganar es cosa de locos y de quijotes, que a la postre viene a ser la misma cosa. Llevan razón quienes despotrican de este mundo mal pagado y despreciado socialmente desde tiempo inmemorial. ¿Para qué invertir en un pedazo de tierra que no va a dar ningún beneficio económico y me va a obligar a estar atado allí, como galeote sin remo pero con azada? Desde ese punto de vista, no hay más que añadir. La pregunta sería, si en la vida lo que hacemos, lo hacemos todo y siempre movidos por dinero. La respuesta es no. Los humanos hacemos cosas movidos por cuestiones más altruistas que llenar caja. La proporción ya depende del individuo y sus circunstancias.

    Sobre ésta última cuestión cabe preguntarse el estado de nuestro paisaje. Un paisaje que es  la zona natural que nos rodea más allá de la ciudad o el pueblo. Alejados del tráfico y del ruido, podemos hallar paz y sosiego al espíritu cansado.  En los últimos tiempos este paisaje se ha deteriorado en grado supino por muchas causas, la baja rentabilidad de las cosechas, el cambio generacional que ha abandonado las costumbres de sus padres, la compleja orografía, el clima que se ha vuelto majara y no ayuda en nada a conservarlo, el abandono en definitiva del paisaje que conocíamos de antaño. Estoy de acuerdo con el cambio climático, menos en que sea una novedad de hoy en día. Mi abuela en gloria esté, contaba que su madre en gloria esté, le contaba que en la huerta de la villa (de regadío) en algún tiempo, se criaban aliagas y tomillos. Las sequías son consustanciales a nuestro territorio. El filósofo decía que en estas tierras no sabe llover. O llueve a cántaros con inundaciones y tragedias, o no llueve y se muere todo de sed.  Letanía vieja, vieja: “Danobis salutem, et pacem et pluviam de caelis”.

    Volviendo al asunto de plantar arbolitos cuyo futuro será del todo incierto, retornando a la maniática actividad estacional de ser cooperante medioambiental, a nivel particular y modesto, este año no habrá plantones. Pensado  y hecho. Inicio la senda de los árboles perdidos, como reza el título de la crónica. Esto implica un cambio de acción, realizar laboreo en árboles deteriorados y enfermizos para devolverles el lustre perdido. Como ya están enraizados no habrá problemas de riego, realizando poda de ramas muertas o moribundas, aclareo racional para acceso de luz solar, y un poco de desbroce del perímetro. Nada de virguerías de postal agrícola, todo efectivo y racional. Actuación sanitaria para que el vegetal sobreviva a lo peor. No importa de quien sea el árbol, importa que no se muera, porque si está abandonado bastante desgracia tiene en raíces, tronco, ramas y follaje. No será un animal hiperprotegido, pero sigue siendo un ser vivo, que  anda gritando socorros de forma permanente y nadie escucha sus señales tan mudas como lastimeras.

    Puestos a escoger el día del árbol, serán dedicados ratos perdidos salvando o al menos, intentando salvar del naufragio cultural y natural, los árboles que desde siempre han enraizado las costumbres, tradiciones y cultura por la senda de los hombres de esta tierra. Paisanaje con su paisaje. Será un grano de arena en el desierto, una gota en el océano, bien sabido es, pero serán mi granito de arena y mi lágrima en la mar. De los de los otros ya se ocuparán los demás o puede que no, allá cada cual con su conciencia y visión de la ecología mundial. Esto va a ser ecología de proximidad, no del machacante postureo que nos taladra. “Verde que te quiero verde, verde viento y verdes ramas…” decía García Lorca, pues eso…  Por la senda de los árboles perdidos, miran a un hombre enajenado. Ríen los árboles reverdecidos, al paso de aquel hombre enamorado.  

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