Luz de Semana Santa
Ya se ha abierto un cielo de inmensos azules, ya el sol regala rayos tibios que adormecen en esas tardes largas, pintadas de verde. Y ese cielo que se llena de purísimos blancos, etéreos algodones de abril, que albergan alados querubines sobre fondo añil, a la espera del lunes del ángel y su pan bendito. Y es que una vez más, revienta la Gloria henchida de primavera flamante, donde la vida es más vida y la luz más radiante. Pero para llegar a la Gloria hay un camino tortuoso y punzante, como lección que aprender, antes toca el sufrimiento, la agonía y la pasión sangrante. Que no se llega a la cima sin antes, dejarte la piel, por rastrojeras y espinas punzantes.
La casa ya huele a ropa planchada, a ajuar sobre la cama, a colores vivos y túnicas oscuras, a sencillez en el alma. A capirotes altivos, a capas en volandas, a estandartes erguidos a emblemas recosidos y cíngulos de calma. El aire trae un sonido de olivos y palmas, jaleados al viento, y en ese viento resuena el ronco sonido del tambor. Todos juntos en un ¡Hosanna! al Cristo Redentor, alegran desde San Francisco en procesión, que se abre paso por la bruñida calzada, una hueste de chiquillos y gente mayor acompañan con ramos al borriquillo, que a su lomo lleva a Jesús Nuestro Señor.
Ya se han abierto los lirios con sedosas flores en blanco y morado, como túnicas nazarenas formando palio, bajo un trono que danza camino del Calvario. Ya viene Jesús Nazareno cabizbajo y dolorido, tambaleante y caído, va por la tercera y la gente se arremolina, mientras se curva e inclina y cae de nuevo, se levanta y camina. Pies descalzos de promesa en ciernes, aquí no hay latigazos que abran las carnes, solo la tarde nazarena que suscita piedad, sensible rebeldía ante la maldad, de una Jerusalén maldita que apedrea a sus profetas o los crucifica. Allá van los nazarenos, entre cipreses y capillas alfareras, musitando esas preces, de la fe, herederas. Todos los velos morados llevan su afán, y entre ellos, las buenas mujeres, la Madre y San Juan.
Si vienes a Alcora, veras tambores, es verdad. Y son, no buenos, buenísimos, también es verdad. Y rompen la hora en el último suspiro, cuando las siete Palabras son aire de eternidad. Son una lección amorosa, maternal y de fraternidad. Cristo expira ese Viernes Santo, y Alcora llora entre un estruendo general. Son truenos de llanto, terremotos de iniquidad, el Sumo Bien ha muerto, víctima de la maldad. Y mientras, un río colorista y ruidoso, abigarrado, recorre las calles de la ciudad. Ya suenan bombos y tambores, al ritmo del latido de tantos corazones, una palabra se escapa entre el gentío, que abruma y estremece esta realidad. Esa palabra que pronuncia con divina suavidad, ese Cristo doliente que todos van a recordar, esa palabra es como su lema primigenio, porque en su día, no se llamó cofradía sino “Hermandad”. Y el Cristo del Calvario así lo quería, y hay que hacerlo realidad, porque si no, todo es altanería y se falta a la Verdad. Rompamos de verdad la hora con el corazón abierto de par en par.
Muchacha de la Calderona que al pueblo subías desde al arrabal, muchacha por la que bebía suspiros, y la vida, me ha devuelto al final, como fiel guía; un ancla con estacha de terciopelo frente al recio temporal. Muchacha, ahora es el pueblo quien ha bajado al arrabal, tú te viniste a mis contreras, pero otras muchachas llenan las calles del centro, o del casco viejo, o de los nuevos pisos alzados en cualquier viejo andurrial. Que ya nada es lo que era, ni nunca lo será jamás. Pero las muchachas de hoy y las que fueron, que siempre lo serán, acunan a la Madre traspasada por siete puñales en un dolor sin igual.
Virgen Dolorosa de carita morena, apuñalada sin piedad por tantos dolores que provocan tu agonía, y te llevarán en andas al anochecer de ese día, las muchachas zalameras que de mayoralas pasaron a cofradieras, para mitigar Mater Dolorosa, tu lamento y soledad. Que ya es viejo, muy viejo ese penar por los hijos, que de momento, se debaten entre la vida y la muerte. Guárdalas por piedad, anima su suerte. Que para una madre un hijo, es carne de su carne, sangre de su sangre y hálito de su hálito. Virgen de la Caridad, te lo piden con espíritu contrito. Por eso las muchachas se hicieron madres, y las madres abuelas, y en el fragor de tambores, en la noche sepulcral, la Madre las abraza a todas juntas con su halo maternal. Que madre no hay más que una, y por las callejuelas va con colgantes de geranios y tapices de azahar. Va pasando muy despacio, casi al lado y a la vera, y el alma está vibrando mientras trémulas las piernas, se arraciman en deseos, de miles de abrazos.
Sepulcro que encarcelas las carnes de mi Redentor, carcelero que acunas la divina sangre del Salvador, déjame palparte tus brocados de pan de oro. Deja que mi vaho empañe los cristales de la sagrada urna, donde reposa sobre encarnado terciopelo, ese despojo del sagrado cuerpo del Hijo de Dios. Besarte en tu cuerpo inerte, acariciarte en tu fisonomía sacra yaciendo sobre la mortaja. Y es que tú, Amor infinito, me conmueves, me duele verte así, inerme. Acunado por costaleros que golpean el suelo con sus bastones, vestidos de luto, de negro y cíngulo carmesí de sangre derramada para el perdón de muchos hasta el frenesí. Te he visto pasar desde la infancia por esas calles, donde la vieja gente ya no está. Has marcado nuestra vida desde niños, nuestra agenda y calendario, nuestros anhelos y esperanzas. Has escuchado nuestras preces en tu monte coronado por la cúpula vidriada, en la noche penitente, festiva de estío entre un río de llamas suplicantes, por donde asciende el gentío a ese lugar santo.
Cómo no quererte Señor Compasivo que ahora duermes. Si has sujetado mi espada en las horas críticas, me has protegido en el tiempo, y en ese afán a los míos también; y rescatado del oscuro abismo en los días más aciagos. Como renegarte si estás siempre conmigo, hablándome, aunque a veces haga oídos sordos y te de la espalda. Cómo no compadecerme en tu momentánea derrota, cuando mi pueblo te traslada inerme, para general conocimiento. Amortajado con perfumes de dulzura, como aquellas santas mujeres; por el cariño de las gentes que siempre te tienen presente. Es tu Sangre la que purifica la lepra de nuestro espíritu. No dejes de rociarnos con ella a los que te seguimos, para lavar las impurezas de nuestro carácter. Perdónanos nuestras ofensas y ayúdanos a perdonar a quienes nos ofenden. Porque aunque estés yerto en este Viernes Santo de dolor y amargura, al tercer día…resucitarás de entre los muertos para llegar a la Gloria.