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Por Vicent Albaro
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Recordar para valorar

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    Recordar para valorar- (foto 1)
    Recordar para valorar- (foto 2)

    Suelo visitar a mis padres ya ancianos con relativa frecuencia. Con los achaques propios de la edad, aún mantienen sus constantes vitales en buen estado, ello es una grandísima suerte y un impagable regalo. De los muchos temas de conversación, a veces suelen salir asuntos del pasado relativos a la época de  su juventud. Los dos son niños de postguerra, los dos han vivido los brutales cambios ocurridos en nuestra sociedad, y  como dicen ellos, algunos para bien y otros para mal. Algunos me son ajenos y otros he tenido la oportunidad de vivirlos de primera mano. Cuando las vivencias son compartidas nos alegramos de recordar los viejos tiempos y con la memoria en ristre recobran vida, lo que produce una sensación grata de complicidad. Yo soy consciente que los de mi generación, los que hemos venerado a nuestros padres y abuelos, obedecido en grado sumo sus indicaciones, atendido sus sugerencias y consejos… en cambio, a nosotros, no nos van a hacer ni puñetero caso. Ya no nos lo hacen ahora mismo.

    Sí amigos, la mía y la de muchos otros es la generación de la alpargata volandera tipo boomerang. El borrador de tiza en la clase lanzado como proyectil, la regla chasqueando la palma de las manos y castigados por trastos, de rodillas, brazos en cruz y mirando a la pared. Esos tiempos de copiar cien veces,” No hablaré en clase” y con la asignatura viva y palpitante de: “Disciplina y urbanidad”. La de la reverencia devocional al maestro y con flores a María en el mes de mayo. Si todo esto podría sonar a chino hoy en día, qué decir de lo que pasaron nuestros padres. Pues eso. Aún y con la nostalgia a flor de piel, siempre acabamos la conversación con la manida frase, de que aún con la que está cayendo, se vive mejor que antes.

    El otro día mientras me duchaba con agua caliente, y tras los cristales de mirando al río había una escarcha blanquecina que lo cubría todo, me acordaba de aquello que decía mi madre de cuando iba a por agua a la fuente pública, la de enfrente a los Hermanos, y que era la más cercana. Cargada con cántaros y cubos desde la calle Dr. Ferrán y vuelta, sobre unos 450 metros cuesta arriba,  con un suelo de tierra y piedras que cuando llovía se llenaba de zanjas y barrizales. Y como ella, todas las mujeres con su bendito trabajo mal pagado. Todo eso mientras llegaba el agua corriente a mediados de los sesenta, pero antes instalaron grifos provisionales, y los vecinos se compraron una larga manguera comunal, para llenarse los depósitos de fibrocemento. La imagen de pasarse de tejado en tejado aquella manguera verde chorreante, a modo de progreso, aún la guardo en mi memoria. Igual de cómo, me hacían cerrar el grifo, para no despilfarrar aquel líquido, tan costoso de subir desde la fuente hasta casa, pero que ahora salía sin remilgos de una “aiseta”, que había jubilado las tinas y las palanganas.

    O sea, mi madre aún es de las que valora la ducha caliente. Ese masaje reparador que cae sobre tu cabeza, desparramando el cálido líquido por todo el cuerpo de forma higiénica y placentera, mientras el poso jabonoso se pierde por el sumidero. Lo valora porque recuerda los sudores de cargar con dos cántaros, uno sobre la cabeza con “capsana” y el otro sobre el costado, además de un cubo de latón en cada mano. Valora al tirar de la cadena por la misma circunstancia dicha, y además porque ya no hay “comú” maloliente que sacar por las noches para llevar a la huerta. Y Manolita la Serrana valora el frigorífico que sustituyó a la alacena y la “carnera”, la lavadora automática que le supuso no bajar más a la Fuente Nueva, y después de ablandarse las manos llenas de sabañones contra el cantil de la piedra, subir otra vez cargada con la bugada esta vez mucho más lejana y con mayor desnivel, y así un larguísimo etc.

    El lector que ha soportado el relato hasta aquí, se estará preguntando a donde voy a ir a parar, o quizás ya lo ha deducido. Los que me leen son inteligentes y muchos han vivido lo narrado en mis escritos. Pues es fácil, nos hemos acostumbrado tanto a lo bueno cotidiano, que ya no valoramos absolutamente nada. Nuestro inconformismo y frustración son de tal calibre y desconsideración, que a veces habría que rebobinar los años para recordar ciertas cosas que por rutinarias, se ignoran y desprecian sin la menor valoración y que suponen un impresionante bienestar conseguido en apenas cuatro o cinco décadas. Viene a cuento aquel dicho que reza que cuando alguien se le da todo hecho, no es capaz de apreciar el esfuerzo realizado para conseguirlo. Por esa causa se despilfarran haciendas, negocios, familias, amistades y hasta los más elementales valores humanos, conquistados por nuestra cultura a través de los siglos.

    La transgresión campa a sus anchas por nuestra sociedad y en algunos casos roza hasta el absurdo y lo peligroso. No pondré ejemplos porque no caben aquí, pero como ya parece darse todo por descubierto o conquistado, la tontería general es cada vez mayor y va in crescendo. Y no es cuestión de modas, ojalá lo fuera. Ojalá el vestir pantalones rotos adrede y de marca, fuera la única moda de gilipollez rampante que choca de bruces con los relatos de mis padres, cuando tenían que apedazar los pantalones y otras prendas para poder vestirse decentemente. O el ansia de olvidarse del pan moreno y degustar el sabroso pan blanco que no existía. O tirarse de cabeza al río, a por los restos de un bocadillo que tras el baño había tirado un chiquillo pudiente, y así matar el hambre.     

    No se trata de volver a aquello, Dios nos libre, pero es menester  muchas veces conversar con nuestros mayores, para encajar todos los eslabones de una irrompible cadena vital. No venimos de la nada y los viejos han sufrido lo indecible, están sufriendo con este Covid que no para y que ha hecho mortal barrida inmisericorde. Ellos levantaron una nación de la miseria, con muchos sudores y renuncias de todo tipo. Es injusto el desprecio generacional que sufren, el abandono y hasta el asilo obligado. Es todo tan sibilinamente siniestro, que sin referencias éticas ni valores contrastados, estamos enseñando a nuestros hijos a que un día nos dejen tirados en cualquier carretera como a los perros, y se quedarán tan panchos. Que digo a los perros, estos gozan hoy de privilegios impensables y de atenciones que en muchos casos, no se ofrecen a nuestros viejos.

    Seguiré mis visitas periódicas a la casa paterna mientras sean posibles y escuchar aconteceres pasados, alguno daría lo que no tiene por poder hacerlo. Yo no pienso romper el eslabón, será cosa de otros y allá con su conciencia. Desnudos venimos y desnudos nos marcharemos. Aquí todos hemos sido currantes, unos con más fortuna y otros con menos, si no sabemos valorar lo que tenemos en su justa medida, no estaría de más echar la vista atrás y hacer comparativas. Suelen ser muy gráficas y aclaradoras. Podríamos sorprendernos y a lo mejor, hasta valorar esa ducha caliente gratificante y reparadora, cuando no hace mucho, en las casa de este pueblo no había ni agua corriente. Aqua  vita est.

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