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Por Vicent Albaro
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Oficial y caballero

    Andaba estos días de frio zapeando frente al televisor y de pronto apareció la película. Una de tantas que te marcan en un momento de tu vida, en la juventud gloriosa ya perdida: “Oficial y Caballero”. Y me quedé quieto observando la trama, justo en el momento del arresto del cadete Mayo por el sargento Foley. Ese instante en el que el protagonista, Richard Gere saca sus más bajos instintos para mercadear y chantajear a sus compañeros de pelotón, y le pillan in fraganti, y el instructor Foley que le quiere largar de allí más pronto que tarde, comienza su tortura física y sicológica para que abandone. Duchas frías, flexiones, marchas agotadoras, gatear y arrastrarse por el frío barro, improperios, etc. Los que hicimos en su día la mili, y máxime quienes estuvimos en cuerpos especiales, sabemos de lo que estoy hablando, y los que hoy practican el Triathlon y cía, también.

    Así que me quedé enganchado en esta película del año 1982, vista y revista mil veces pero que era una especie de bendición, ante la apabullante inmundicia que daban otros canales. Y hay un momento crítico de este filme, cuando Foley le grita con toda su mala leche, que se vaya de allí de una puñetera vez, que es basura, que aquel no es su sitio y que les venderá su reactor a los cubanos…y Mayo le contesta destrozado…”No señor…es que no tengo a dónde ir”. Y ocurrió, esta frase que había oído tantas veces como veces he visto la película, me martilleo todo el tiempo. Siempre me había impresionado la fría, vaginal y calculadora mente de Lynette; el suicidio de su amigo Sid en la ducha del motel; los ruegos de Debra Winger (Paula) en la escena de la playa, o el final apoteósico de la salida de la fábrica con Paula en brazos. Con ese uniforme blanco de oficial a contraluz, refulgente ante el gris opaco y mugriento de la fábrica, y con la música portentosa de Jack Nitzsche como banda sonora. Otro triunfo del amor, un chute fortísimo para las almas románticas.

    Pero el…”No tengo a dónde ir”, me impactó y de sobremanera, porque es lo que nos está pasando a los de aquí con el trabajo, que siempre hemos recibido gente de afuera, y con esta crisis inacabable y maldita, parece no haber sitio ni para los de dentro ni para los de afuera. Los de afuera tienen un solar en origen de referencia, pero ¿y los de aquí? ¿A dónde ir? Nos parieron dentro de una fábrica de azulejos a casi todos los de mi generación y otras cercanas, sabemos el oficio, lo hicimos y lo seguimos haciendo y bien. Si todo esto se va al carajo, que buena pinta no lleva, ¿Cómo y quién será el sargento Foley que nos eche a metafóricos manguerazos de fría indiferencia? No somos santos, y como Zack Mayo también hemos pateado en barro y miserias, es condición humana, y el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Pero ese “No tengo a dónde ir”, me suena a dramático y cenital. Los de nuestra generación somos mayores ya, sin la edad para la jubilación, y sin la fuerza de esa juventud moderna y preparada, que han adquirido gracias a los impuestos que nuestro trabajo y esfuerzo lograron generar. ¿A dónde ir?

    Yo que siempre me enervé con la dureza del sargento Foley, que me recordaba al brigada Aparicio del CBA, que lo sufrí dos años antes de ver la película; pero no en negro y gigantón, sino en blanco, pequeñito y matón. Que no podía reprimir una lágrima pocha, cuando Richard Gere entra en la cadena de producción de la fábrica de papel, y besa y levanta a su novia Paula, ante el aplauso general. Pues ya te esperabas que la dejara plantada y con bombo, como le ocurrió a su madre. En esa escena apoteósica de patente caballerosidad y alma noble, se refleja un corazón grande que sufrió lo indecible, se arrastró por el fango con la bajeza humana y al final obtuvo su redención.

    Y puede que quizás, en ese final que la sensibilidad romántica te sobrecoge, del Oficial y Caballero portando en brazos a su amor, esté la respuesta a la incógnita que traba la línea argumental del escrito. “¡Es que no tengo a donde irrrrrr!” O sí.

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